“Es curioso cómo hablar del pasado nos ayuda a entender lo que vivimos hoy, pero creo que necesitamos una educación que nos haga preguntas, no solo que nos dé respuestas.”
Eran las 8:00 a.m. en el aula de grado once en uno de los tantos colegios de Colombia, y el aire parecía cargado de esa mezcla de rutina y expectativa propia de las primeras horas de la mañana. Afuera, el sol apenas se asomaba entre las montañas que rodeaban, mientras dentro del salón los murmullos de los estudiantes se mezclaban con el ruido de las sillas al arrastrarse sobre el piso. El tema del día era de esos que prometían dejar huella: la violencia política en Colombia, una herida abierta en la historia del país que como a muchos me ha marcado, ya se ha por ser víctima del conflicto o simplemente por el hecho de ser el profesor de políticas que todos los días escucha las trágicas noticias del conflicto armado en la radio.
Como profesor de Ciencias Políticas, había preparado un ejercicio que pretendía ir más allá de los datos y fechas, buscando entrelazar la historia con una reflexión crítica sobre la formar de enseñar en Colombia. Quería que mis estudiantes entendieran que la educación, muchas veces vista como neutra, no es más que un reflejo de las estructuras de poder que dominan una sociedad (Schunk, 2012). Les plantearía preguntas incómodas: ¿cómo perpetuamos ciertas formas de pensamiento desde las aulas? ¿Qué herramientas tenemos para cuestionarlas y, en última instancia, transformarlas?
Sin embargo, antes de llegar a ese punto, debía cumplir con los ritos cotidianos de cualquier jornada escolar. Llamar a lista, revisar excusas y verificar la presentación de cada estudiante eran tareas que, aunque mecánicas, me daban la oportunidad de observar a cada uno. Sus expresiones, sus uniformes, incluso la manera en que respondían al escuchar su nombre, me daban pistas sobre su estado de ánimo, sobre quién traía el peso de una noche difícil o quién parecía listo para enfrentar el debate con entusiasmo. Ese breve intercambio inicial, muchas veces, marcaba el tono del resto de la clase. El aula estaba iluminada por la luz tenue de la mañana, filtrada a través de las ventanas que dejaban entrever un cielo nublado, típico en los lugares rurales de Colombia. La atmósfera tranquila del primer lunes de clase contrastaba con el tema que ocuparía nuestra clase: un recorrido por los capítulos más dolorosos de la historia reciente de Colombia. En el video beam, un mapa del país se proyectaba sobre el tablero acrílico, con las regiones marcadas por conflictos históricos resaltadas en tonos rojos y naranjas, como cicatrices sobre la geografía nacional. Era un escenario tan simbólico como el tema que íbamos a abordar.
Los estudiantes estaban sentados en filas perfectamente alineadas, sus uniformes impecables reforzaban la imagen de un orden casi militar. Sin pretenderlo, la disposición del aula reflejaba el esquema jerárquico de un modelo educativo tradicional. Había en el ambiente un silencio expectante, como si la historia que estábamos por desenterrar tuviera un peso particular en el ánimo colectivo. Nadie, ni siquiera yo, podía prever que esta clase despertaría en ellos reflexiones y preguntas que quizás llevaban tiempo sin formularse.
Con una voz pausada, tratando de atraer su atención sin romper la calma, lancé la primera pregunta del día: “¿Cuáles son las principales causas históricas de la violencia bipartidista en Colombia?” Sus rostros mostraron diversas reacciones: algunos fruncieron el ceño, intentando conectar con sus conocimientos previos; otros bajaron la mirada hacia sus cuadernos, buscando ideas en los márgenes vacíos de la página. Les pedí que anotaran una lista de eventos y personajes clave, un ejercicio que serviría como punto de partida para el debate. Para facilitar la tarea, repartí unas copias con fragmentos de textos históricos, breves pero cargados de datos relevantes. Mientras caminaba entre las filas, observé cómo sus lapiceros comenzaban a moverse. Algunos trabajaban en silencio, concentrados, mientras que otros susurraban preguntas al compañero de al lado, intentando clarificar conceptos o nombres que parecían desdibujados en su memoria. El sonido de las hojas al pasar llenaba el aula, un recordatorio de que la historia, aunque pasada, seguía viva en cada uno de ellos. Mi objetivo no era solo que comprendieran los hechos, sino que los analizaran desde una perspectiva crítica, que vieran cómo esos conflictos del pasado resonaban todavía en el presente. Y, sobre todo, que entendieran que la violencia no era una fatalidad inevitable, sino un entramado de decisiones humanas que podían ser cuestionadas y transformadas.
Noté cierta incomodidad en algunos. Uno de ellos, Andrés, levantó la mano y comentó:
—Profe, parece que solo estamos aprendiendo fechas y nombres, pero no entiendo cómo esto nos ayuda a resolver problemas actuales.
Era un comentario puntual, pero abrió la puerta a una reflexión grupal. Entonces, decidí cambiar el rumbo de la clase. Quería romper con la rutina y provocar en ellos no solo una comprensión más profunda del tema, sino también que lo vivieran, aunque fuera de manera simbólica. Les propuse un debate que los llevaría a ponerse en los zapatos de dos bandos históricos: uno representaría a los liberales del siglo XIX y el otro a los conservadores. Los estudiantes se miraron entre sí, algunos con entusiasmo y otros con evidente nerviosismo. Había murmullos y risas contenidas mientras se asignaban los roles. Algunos, como siempre, alzaron la mano de inmediato para participar, mientras que otros se dejaron arrastrar por la presión del grupo.
Organizamos dos bloques en el aula. Los «liberales» ocuparon la izquierda, mientras que los «conservadores» se ubicaron a la derecha, como si el espacio físico también reflejara las divisiones ideológicas. Les di unos minutos para revisar los materiales que habíamos repartido previamente, y de inmediato se formaron pequeños equipos que susurraban argumentos y estrategias. La energía en el aula cambió: lo que minutos antes era un ambiente tranquilo, ahora estaba lleno de emoción y anticipación.
La discusión comenzó con entusiasmo. Desde el inicio, quedó claro que los estudiantes se tomaron en serio sus papeles. Paulina, una joven de mirada aguda y tono seguro, asumió con convicción el rol de los conservadores. Alzando la voz con una elocuencia inesperada, declaró:
—La educación tradicional garantiza el orden y transmite los valores morales necesarios para una sociedad estable. Sin disciplina, el caos predomina.
El salón se llenó de murmullos y miradas. Sus palabras parecían resonar más allá del simple debate histórico, tocando fibras que conectaban con la realidad contemporánea. En la fila de los liberales, Mateo Gómez alzó la mano rápidamente, interrumpiendo con un tono que mezclaba respeto y desafío:
—Pero, Paulina, ¿no crees que esa misma educación tradicional perpetuó las desigualdades y limitó el pensamiento crítico? Si no cuestionamos lo que se nos enseña, seguimos aceptando sin más las jerarquías que nos oprimen.
La réplica provocó una ovación en su equipo y miradas tensas del lado contrario. Los argumentos iban y venían, mientras algunos participantes se apoyaban en las notas que habían preparado, y otros improvisaban. La discusión pasó de ser un simple juego de roles a una reflexión viva sobre las tensiones entre tradición y cambio. En cada intervención, parecía que los estudiantes no solo defendían sus posiciones asignadas, sino que también revelaban sus propias inquietudes y posturas frente al mundo.
Desde mi lugar, observaba con fascinación cómo el aula se convertía en un reflejo de la sociedad, con todas sus contradicciones, pasiones y dilemas. Paulina, por ejemplo, se aferraba a sus argumentos con fuerza, su voz creciendo en intensidad cada vez que alguien cuestionaba la rigidez del modelo conservador. Por otro lado, Mateo se apoyaba en ejemplos históricos y en un análisis crítico que demostraba que había leído mucho más allá de lo que exigía la clase.
Carlos, desde el bando liberal, replicó:
—Pero ese orden excluye a las mayorías. ¿De qué sirve una educación que no prepara a los ciudadanos para pensar críticamente y participar activamente en la política?
La dinámica reveló tensiones que iban más allá del ejercicio académico. Los estudiantes conectaron sus roles históricos con preguntas sobre el presente. Camila, visiblemente emocionada, agregó:
—Esto es como lo que pasa hoy. ¿No seguimos enseñando de formas que solo repiten lo que ya sabemos, sin buscar soluciones nuevas?
Los testimonios espontáneos de mis estudiantes en esa clases reflejaron cómo los modelos educativos tradicionales aún predominan, priorizando la transmisión unidireccional del conocimiento sobre la construcción crítica y colectiva. Esto me puso a recordar las palabras de (Weinberg, 2020): que, en América Latina, estos modelos sirvieron históricamente para consolidar el poder y moldear ciudadanos leales al sistema imperante. Por otro lado, las teorías del aprendizaje de (Schunk, 2012) plantean que el conocimiento significativo ocurre cuando se permite a los aprendices reflexionar y construir su propio entendimiento.
La clase había terminado, y los estudiantes guardaban en silencio sus cuadernos. Aunque el debate había sido animado, al pedirles una reflexión final, nadie dijo nada. Las miradas se cruzaban, pero las palabras no salían. Quizás necesitan tiempo para procesarlo, pensé mientras les indicaba que podían ir al descanso. Me quedé organizando mis apuntes, con cierta insatisfacción. ¿Habría logrado despertar algo en ellos? Mientras cogía mis cosas para salir del salón. Luciana, una de mis estudiantes más críticas, estaba en la puerta con su cabello teñido de azul y las insignias punk en sus manillas que hablan de su rebeldía y su necesidad constante de cuestionar todo, incluida mi forma de enseñar. Ella nunca se queda callada en clase, pero en esta ocasión, parecía haber esperado a estar a solas para decirme algo, se acercó lentamente y dijo:
—Es curioso cómo hablar del pasado nos ayuda a entender lo que vivimos hoy —dijo, mirándome directamente a los ojos—. Pero creo que necesitamos una educación que nos haga preguntas, no solo que nos dé respuestas.
Me quedé callado, digiriendo lo que acababa de decir. Sus palabras tenían una fuerza que iba más allá de lo que yo había anticipado para la clase. Luciana no solo había entendido el propósito de la clase; también lo había llevado un paso más allá. No se conformaba con lo aprendido, quería algo diferente, algo más profundo.
—Tienes razón, Luciana, —respondí después de una pausa—. A veces como profesores sentimos que nuestra tarea es entregar respuestas, pero tal vez la verdadera enseñanza esté en aprender juntos a formular las preguntas correctas. Ella asintió como si mi respuesta hubiera sido suficiente.
—Tal vez entonces dejaríamos de repetir los mismos errores de siempre, profe —añadió mientras se alejaba.
Luciana se fue para el descanso, y yo me fui para la sala de profes reflexionando sobre lo que acababa de ocurrir. En cierto sentido, ella había hecho más por cuestionar los modelos tradicionales que yo durante toda la clase. Ello lo relaciono con lo que (Schunk, 2012) plantea sobre el aprendizaje significativo: no se trata solo de transmitir conocimientos, sino de generar experiencias que transformen las creencias y habilidades del aprendiz. El comentario de Luciana también se conecta con las ideas de Weinberg (2020) sobre los modelos educativos en América Latina. Si bien el sistema ha estado históricamente diseñado para transmitir valores de obediencia y estabilidad, hay un creciente deseo, especialmente entre los jóvenes, de romper esas estructuras y construir algo nuevo. Hoy puedo entender que mis clases, con todas sus limitaciones, también pueden ser un espacio para plantar esas semillas de cambio. Aunque la clase empezó con una estructura rígida, terminó siendo un espacio de construcción crítica, al menos con Luciana, donde los modelos tradicionales se confrontaron con las necesidades de un mundo en transformación.
Referencias
– Schunk, D. (2012). Teorías del aprendizaje: Una perspectiva educativa. Pearson.
– Weinberg, G. (2020). Modelos educativos en la historia de América Latina. Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.
Alejo, Excelente escrito reflexivo. Estamos a las puertas de formación de jóvenes críticos, propósitos y defensores de pensamientos con argumentos.