La reparación a las víctimas y el perdón a los victimarios son puntos fundamentales de cualquier proceso de paz, por eso es que la Casa de Nariño autorizó una comisión de “víctimas” para que fuera a La Habana a sonreirles a los terroristas más antiguos del mundo. A la cabeza de la comisión de “víctimas”, que fueron preseleccionadas para evitar que se colara entre ellas alguna que fuera “enemiga de la paz”, estaba la señora Ángela Giraldo, ex-novia de Lucho Garzón a quien Santos le entregó unos cuantos contratos relativamente pequeños en los últimos tres años a través de la Agencia Presidencial de Cooperación Internacional de Colombia.
Hay que reconocerle al Gobierno, a la ONU, a la Iglesia Católica y a la Universidad Nacional que por lo menos parece ser que esta vez sí incluyeron víctimas de las Farc, pues en los foros regionales de víctimas seleccionaron gente que nunca fue afectada por la guerrilla, todos acólitos y seguidores de Iván Cepeda y Piedad Córdoba. De todas maneras, perdonar a alguien que nunca le hizo nada a uno, o como orden de un contratante no es algo tan difícil. El problema es que si no se lleva a las verdaderas víctimas y a las que no están comprometidas con el Gobierno Nacional a exigir su reparación y perdonar a sus victimarios, entonces el “proceso de paz” es una farsa. Para colmo de males, las víctimas de verdad poco pueden hacer para legitimar el proceso, pues las Farc no han pedido perdón de manera pública, ni han garantizado la no repetición. Por el contrario, se hacen las víctimas y siguen matando a diestra y siniestra civiles, militares y policías mientras sus comandantes disfrutan de su posición privilegiada en medio de la miseria cubana.
Pero aquí no hay nada de qué preocuparse. Todo saldrá bien porque al fin y al cabo, estamos en el país de las maravillas. Nuestro presidente extraordinario se jacta de haber bajado a un dígito el desempleo, es decir a 9%. Lo que no anda diciendo es que lo recibió del mandatario anterior en 11%. Podríamos estar mucho mejor con un mandatario menos hablador y más eficaz. Pero demosle una oportunidad, debe ser que su esfuerzo principal no está orientado a dar empleo a los colombianos, sino a algún propósito más altruista, como ganarse el Premio Nobel de Paz, digo, ganar la paz para Colombia.
Santos es el presidente de la paz, reelegido por millones de colombianos que creyeron en el candidato de la paz (o en la mermelada de Musa y Ñoño). Quien se oponga al candidato de la paz es porque indudablemente es un guerrerista, enemigo de la paz y extremista de derecha.
Entre la lista de ultraderechistas que se opusieron al candidato de la paz durante las elecciones pasadas están, por supuesto, su innombrable antecesor, el belicista Andrés Pastrana, el fascista William Ospina y el reaccionario Jorge Robledo. Todos siguiendo el ejemplo del ultraderechista Luis Carlos Galán, pionero del guerrerismo asesinado por los carteles de la droga, quien en 1982 declaró: “La paz es una preocupación de todos los colombianos y a ella debemos aplicar todas nuestras energías sin excepción, pero la paz no puede ser instrumentalizada electoralmente” en un discurso dirigido al entonces “candidato de la paz” Alfonso López Michelsen. Galán también dijo que “el doctor López todo lo reduce a presentarse como el candidato de la paz”. ¿Alguna similitud con Santos?
A quienes se oponen al proceso de paz del gobierno tramposo y la guerrilla mentirosa, que se lleva a cabo con el patrocinio de la dictadura cubana, se les ha tildado no sólo de “ultraderechistas” y “enemigos de la paz”, sino que en otras ocasiones Santos ha usado calificativos más creativos, como “la mano negra”, “tiburones”, “idiotas útiles” y “buitres”. Lamentablemente nuestro presidente no es lo suficientemente creativo, pues hasta para insultar demuestra su gran improvisación y escasa inteligencia. En cambio sus mejores amigos, los destructores de Venezuela, han probado una gran cantidad de palabras para agredir a los contradictores: “gusanos, fascistas, escuálidos, majunches, burgueses, pitiyanquis, bichitos, coprófagos, necrófilos, frijolitos, profanadores de tumba, mafiosos, pistoleros, sospechosamente solteros, locos, moscas verdes, demonios”.
“Juanpa” debería solicitar una asesoría de la dictadura vecina sobre cómo insultar a los opositores, o porqué no, crear una Consejería Presidencial de Adjetivos, o un Superministerio de Respuesta a las Críticas. Una persona idónea para el cargo sería el senador y campeón de Candy Crush Armando Benedetti, quien ya ha dado muestras de su talento al establecer que a los contradictores del proceso de paz se debe “fusilarlos, literalmente”. De no ser posible, podrían recomendarle a Aníbal Gaviria que cree la Vicealcaldía de Insultos.
Pero no sólo en insultar y en meter miedo se le va el tiempo a nuestro gobierno. El presidente también es un líder internacional, adalid de las víctimas del conflicto de Irak y Siria, héroe de la libertad de prensa y defensor de Occidente frente a la Jihad: la semana anterior rechazó contundentemente el asesinato “cobarde y horripilante” del periodista norteamericano James Foley en suelo iraquí. ¡Dios mío, el cinismo de este hombre no tiene límites! No hace falta irse a buscar muertos en el Medio Oriente, los «amigos de la paz» y las otras bandas narcoterroristas los ponen aquí todos los días. ¿No mataron un periodista aquí en Antioquia la semana antepasada?
Santos debería bajarse de la nube: hasta que no logre hacer la paz que prometió «en cuestión de meses» (aunque ya lleve casi dos años) no es nadie en el mundo ni podrá aspirar a sus sueños en la Secretaría General de las Naciones Unidas ni al Premio Nobel. A nadie le importa que denuncie la violencia del Estado Islámico, es más, causa indignación al comparar esto con el silencio que mantiene frente a las mismas acciones cuando son cometidas por los bandidos criollos.
Lo que pasa es que nuestro presidente no puede referirse a las víctimas de los atentados terroristas recientes de las Farc porque estamos en un “proceso de paz”. Chantajeado por la guerrilla, cree que reclamarles hará que lo dejen plantado en La Habana, y de las negociaciones depende su sueño de ocupar el trono de Ban Ki-moon en la ONU. El cartel guerrillero está usando de nuevo la vieja táctica de causar tanto caos como sea posible en las zonas más apartadas del país para demostrar su “superioridad militar” en la mesa de diálogo y así exigir más dádivas y concesiones por parte del equipo negociador del gobierno.
Santos, en su inacción de obra y de palabra, está cayendo en la trampa de las Farc. Con su ceguera y su mutismo, permite que cada día los terroristas maten más civiles, policías y militares para cosechar más beneficios en la mesa de negociación. Víctimas nuevas, ya no del “conflicto” sino del proceso de paz, que Juan Manuel necesita para poder alcanzar sus ambiciones personales.
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