Las recientes declaraciones de Vargas Llosa, exhortando a los pueblos latinoamericanos a “votar bien”. Por ejemplo, a Keiko Fujimori, Mauricio Macri, Iván Duque, Sebastián Piñera, Lacalle Pou y otros de su ralea me da pie para compartir estas ideas con ustedes…
La democracia bajo la lupa *
La sucinta enumeración anterior es suficiente para comprobar que la teorización de John S. Mill, el más alto exponente del liberalismo democrático del siglo xix, contiene dispositivos no democráticos concebidos para compensar los “excesos” a que podría conducir la conflictiva dinámica de la democracia. Si bien nuestro autor demuestra estar preocupado también por la eventual tiranía que podrían gestar mayorías religiosas, raciales o nacionales, su desvelo principal radica en la constitución de una mayoría “clasista” conformada por los trabajadores a los cuales se les ha concedido el derecho al sufragio. Una legislación que, por ejemplo, debilite la seguridad de la propiedad o que consienta su progresiva expropiación por la vía de la tributación no haría otra cosa que deteriorar las condiciones de vida del conjunto de la sociedad. Por numerosas razones, entonces, Mill se encuentra a favor de la extensión del sufragio, pero tomando las “debidas precauciones” para evitar el surgimiento de una legislación de clase proletaria. Lo mismo vale en relación con la mujer, si bien es preciso reconocer que su módico argumento a favor del sufragio femenino se anticipó considerablemente a su tiempo.
En conclusión, Mill no logra despojarse de las determinantes de clase que establecen claros límites a su pensamiento político. Sus propuestas, por innovadoras que hayan sido, no alcanzaron para fundar en la tradición liberal un argumento inequívocamente democrático. Menos radical que Abraham Lincoln y mirado con profunda sospecha por la burguesía de su tiempo y, no sólo en Gran Bretaña, por sus inclinaciones moderadamente socialistas puestas de manifiesto en los últimos años de su vida en sus alegatos en favor del sufragio universal masculino y, con ciertas restricciones, femenino, se debe reconocer que la ideología burguesa de su tiempo se entendía mucho mejor con el descarnado utilitarismo de Jeremy Bentham que con el liberalismo esclarecido y progresista de Mill. Pero más allá de estas distinciones, lo que queda en evidencia es la incompatibilidad entre liberalismo y democracia. La tradición política liberal, desde los escritos inaugurales de John Locke hasta nuestros días, pasando por los federalistas estadounidenses de finales del siglo xviii, el propio Mill en la segunda mitad del xix y las formulaciones en boga durante el siglo pasado, nunca dejó de señalar que el objetivo fundamental de esta doctrina era la defensa de la libertad de los individuos frente a las acechanzas de los gobiernos y el omnipresente peligro de la “tiranía de las mayorías”.
Y los individuos a los cuales se refería el discurso, como certeramente lo resalta C. B. Macpherson, no eran todos los miembros de una sociedad, sino tan sólo los propietarios o, como él las denomina, las “clases poseedoras”. A ellos estaba dirigida la protección que el liberalismo reclamaba en contra de las intromisiones de los gobiernos. Y dicha corriente doctrinaria prestó un servicio invaluable al ponerlas a salvo de la perturbadora influencia del sufragio universal.
En línea con lo anterior, un autoproclamado (y riguroso) “socialista liberal” como Norberto Bobbio se ha preocupado por “resaltar que pese a que desde hace un siglo hasta hoy la democracia fue siempre considerada como la consecuencia natural del primero, hoy ya muestran signos inequívocos de no ser más compatibles.” Esto es así porque la democracia dejó de ser un acuerdo de minorías, un gentlemen’s agreement como el politólogo Alexander Wilde acertadamente definiera lo que era en la Colombia de los años cincuenta y sesenta, para convertirse en un hecho de masas. Este tránsito desde una democracia de minorías, o con “participación limitada” como lo estableciera el sociólogo ítalo-argentino Gino Germani, a otra de “participación total”, probó ser catastrófico para el liberalismo que si bien aceptaba a regañadientes un juego democrático en los elegantes salones de la clase dominante, reaccionó con inusitada violencia cuando aquél tenía como sujetos y protagonistas a las masas, sus partidos y sus organizaciones sindicales. La respuesta en Latinoamérica fueron los sucesivos derrumbes de las “democracias elitistas” (una verdadera contradictio in adjecto), el ascenso y caída de los proyectos populistas y la posterior instauración de feroces dictaduras “de seguridad nacional” auspiciadas, en línea con los Documentos de Santa Fe, por el Gobierno de los Estados Unidos.
La contradicción entre liberalismo y democracia fue así llevada a sus extremas consecuencias, y no sólo el liberalismo sino el capitalismo mismo se enfrenta con su incompatibilidad con la democracia. Por eso si antes los liberales querían poner a salvo al capitalismo de la naciente democracia, una vez que ésta se hubo establecido y arraigado, el desafío fue el contrario: mantener, si todavía fuera posible, a una democracia de alas recortadas y expectativas decrecientes sin salir del capitalismo. Si en la crisis de los treintas pareció que era el capitalismo quien ponía en crisis a la democracia, hoy los nuevos liberales acusan a la democracia de ser “la que pone en crisis al capitalismo.” Lo anterior obliga a una completa reformulación del problema.
* Fragmento del capítulo 10 de El Hechicero de la Tribu. Mario Vargas Llosa y el Liberalismo en América Latina.
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