“Les llamaba la atención el funcionamiento de los ascensores y las escaleras eléctricas de los centros comerciales, parecía como si estuvieran en un mundo completamente nuevo”.
Hace días relaté la experiencia de un inglés que por primera vez visitaba la ruralidad de Jericó, asombrado por los paisajes, el silencio, la amabilidad de la gente, la estrechez y el mal estado de las carreteras veredales. Un mundo totalmente opuesto al que él conocía y habitaba: Londres, una ciudad cosmopolita, con vidas ajetreadas, el aire turbio y una población que en su área metropolitana recoge a casi 15 millones de habitantes -más de una cuarta parte de lo que es toda la población de Colombia- contrasta con la vida lenta del campo con casas grandes y separadas unas a otras.
Esta semana quiero hablar sobre un asombro contrario, el de un grupo de jóvenes que están a punto de terminar el colegio, que han vivido toda su vida en el campo jericoano. Varios de ellos nunca habían visitado una ciudad capital como Medellín y otros pocas veces la habían recorrido. El viaje para ellos desde Jericó hasta Medellín fue toda una experiencia por cosas que a muchos nos parecen simples porque son parte del paisaje, como tener la posibilidad de sacar un mecato de una máquina dispensadora, ingresándole monedas o billetes y en medio del asombro, preguntarse con cierta desconfianza si la máquina es capaz de regresar la devuelta. Cuando esto ocurría, no paraban de reír nerviosamente.
En otro escenario les llamaba la atención el funcionamiento de los ascensores y las escaleras eléctricas de los centros comerciales, parecía como si estuvieran en un mundo completamente nuevo. Ni qué decir cuando caminaron parte del centro de la ciudad: las chicas querían parar en cada esquina a averiguar por lo que vendían: gorras, tenis, accesorios; otros, andaban con cierto nerviosismo al tener en el imaginario una ciudad insegura y que en ese instante olía a marihuana y a habitantes de calle pero que les generaba adrenalina.
Me identifiqué con estos jóvenes porque somos provincianos, de pueblo, del mismo pueblo. Recuerdo la sensación que tuve cuando por primera vez me enfrenté a la ciudad, sentía como si esta me fuera a devorar: aturdido por el ruido, el afán y la desconfianza que generan las personas, de no saber si este o aquel puede robar; de llegar con timidez a ciertos grupos o reuniones por tener la percepción de que el citadino es más aventajado, inteligente y de mundo, y que uno de pueblo, es un montañero que con temor se va adaptando poco a poco a las costumbres del nuevo entorno.
En ese primer enfrentamiento tenía alrededor de 15 años. Me robaron el celular con el famoso método de “usted se nos parece a alguien que le hizo un daño al patrón”, que todavía sigue estando vigente al igual que el de la cruz de Gólgota -pero con otro nombre- y el de las lustradas a más de 20 mil pesos por supuestamente utilizar unos líquidos milagrosos para rejuvenecer los zapatos, y en el que siguen cayendo personas ingenuas pero que aprenden con la experiencia. Como se dice popularmente “nadie experimenta en cuerpo ajeno”.
Históricamente se le ha dicho, y de manera despectiva, “montañero” al que se deja asombrar por las cosas comunes de la “modernidad”, que por supuestamente ser de la “montaña” no ha tenido la oportunidad de conocer. Ese tipo de comentarios mutila el asombro. Pocas cosas son más bonitas que ver la cara de auténtica sorpresa de alguien que por primera vez ve algo que es común y sin gracia para la mayoría. Nos enseña a valorar y apreciar hasta los más mínimos detalles.
Un londinense sorprendido con un árbol de café que es tan común para el grupo de jóvenes, y estos con el agite de una ciudad. Dejémonos asombrar por cada instante de la vida.
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