“Cuando nos formamos bajo la costumbre arcaica de que la letra con sangre entra, perpetuamos ese maltrato una vez que somos profesionales. Ya saben por qué existen profesionales que son excelentes en su área de conocimiento, pero al mismo tiempo se llevan con honores una medalla de oro por su arrogancia y su patanería; son maltratadores deshumanizados y, en general, seres humanos aberrantes”.
Queridos lectores, estaba en mora de escribir mi columna sobre la educación médica y la violencia que se vive en ese contexto. El suicidio de una residente de cirugía de la Universidad Javeriana no es el único motivo que me lleva a escribir sobre el particular. Mi preocupación sobre este tema ya la había tratado en uno de mis libros, El Reto de Ser Médico, coescrito con el Dr. Camilo Sastoque, y también con otros colegas docentes de la Universidad Surcolombiana, con quienes tenemos en curso una investigación sobre las distintas violencias que se viven en la Facultad de Salud donde trabajo.
Lo primero que debo decir sobre la violencia en la educación médica es que todo es cierto: el matoneo, la violencia de género, el acoso sexual, el trato humillante, la falta de respeto hacia los estudiantes, los castigos, la discriminación por diversos motivos, la falta de inclusión, entre otros tipos, la falta de empatía. Todo eso es cierto. Y hay que partir del reconocimiento del problema y sus efectos para iniciar un verdadero cambio.
Nuestros estudiantes, que desde ahora llamaré estudiosos, no son los mismos y la verdad es que la educación tampoco lo es.
El médico es fundamentalmente un educador, es uno de los roles para el que nos formamos, aunque la mayoría, por lo menos al inicio, no lo sepan. Usualmente se cree que el médico está formado para tratar, para paliar, para diagnosticar, para operar, para reparar, pero casi nunca durante nuestro estudio nos hacemos conscientes de la importancia de la formación en educación.
Todo el tiempo somos educadores. Lo somos cuando le enseñamos al paciente a seguir recomendaciones o un tratamiento, cuando le enseñamos a sus familiares, cuando corregimos a un colega o a un estudioso al momento de errar, cuando recibimos con humildad la observación de un colega que sabe más, cuando recomendamos un artículo científico, cuando presentamos una ponencia en un congreso médico, cuando damos una entrevista en medios o simplemente cuando escribimos una que otra recomendación médica o de salud en nuestras redes sociales.
La formación médica es tan antigua como la profesión misma. Los médicos somos predecesores de la ciencia; algunas, incluso, nacieron por la curiosidad de los médicos (la anatomía y la fisiología, por dar simples ejemplos). La medicina existe desde hace milenios, mucho antes de que las ciencias tomaran forma en lo que son hoy en día (en Egipto hay registros con más de tres mil años que prueban lo que digo).
La medicina no depende de las ciencias como fundamento ontológico; me atrevo a decir que la medicina ha domesticado a la ciencia para usarla como una herramienta al servicio de nuestra verdadera esencia. La esencia de la medicina no es la ciencia, es el humanismo.
La educación médica ha sido tradicionalmente un sistema más parecido a la mentoría, donde los pretendientes a ser médicos asisten y aprenden viendo y practicando bajo la guía de los médicos más expertos o con más experiencia. Así fue durante siglos hasta que la educación médica se modernizó y se formalizó con el trabajo realizado por el Dr. William Osler a finales del siglo XIX y se consolidó durante el siglo XX con diferentes corrientes y escuelas, pero siguiendo el mismo modelo pedagógico tradicional, donde el médico más joven aprende del más experto.
Un modelo pedagógico que, si bien debe continuar (estoy convencido de que es el mejor modelo), debe complementarse con estrategias pedagógicas y didácticas adaptadas a nuestros estudiosos. Y para eso es necesario que los médicos, especialmente los que tenemos roles en la educación formal, tengamos conocimiento de pedagogía. No es suficiente ser un experto temático o tener formación disciplinar en lo que vamos a enseñar. El conocimiento pedagógico es hoy en día fundamental si queremos ser protagonistas de la formación de nuestros futuros profesionales.
Nos hace falta formar desde la autonomía para discernir, esto es, para interpretar de forma crítica y para tener la capacidad de cernir, o mejor, de escoger y aceptar como propio lo que es valioso y no hacerlo con aquello que en vez de formar nos deforma. Cuando nos formamos bajo la costumbre arcaica de que “la letra con sangre entra”, perpetuamos ese maltrato una vez que somos profesionales. Ya saben por qué existen profesionales que son excelentes en su área de conocimiento, pero al mismo tiempo se llevan con honores una medalla de oro por su arrogancia y su patanería; son maltratadores deshumanizados y, en general, seres humanos aberrantes. De esos hay muchos, no tenga duda, querido lector.
Pero también hay otra verdad que decir. Esta falta de preparación pedagógica hace que los docentes en medicina hoy en día no sepan cómo lidiar con los desafíos que supone la educación en las nuevas generaciones de estudiosos, que viven en un mundo hipermedializado, con vacíos en la formación escolar, acostumbrados a la cultura de la inmediatez en la que ya estamos sumergidos todos por culpa de las redes sociales y la virtualidad mal manejada.
Corregir a nuestros estudiosos es una de las funciones que nos corresponde como educadores. Pero no podemos seguir haciéndolo como se hacía en la Edad Media, porque nuestra misión es formar y transformar, no deformar a los próximos profesionales. Debemos corregir con la contundencia que las situaciones se merecen; no olvidemos que estamos formando médicos que atienden a seres humanos, que tienen en sus manos la salud y la vida de otras personas. Esa es una responsabilidad muy grande que tenemos los profesores. Cuando sea pertinente, debemos ser duros, pero sin olvidar que corregimos siempre en privado y sin humillaciones. “Dejar huella sin pisar a nadie, felicitar en público y corregir en privado”. Esta máxima, que aprendí de mi profesor de farmacología y que me inspiró a seguir por el camino de la educación, debe ser el código de conducta de todo aquel que pretenda ser un gran educador como él lo fue (y aún lo es).
Por último, debemos repensar la educación médica, una educación basada en un currículo centrado en el estudioso, donde el educador sea un guía y un formador, con la participación de didácticas que respondan a las necesidades y los estilos de aprendizaje de nuestros discentes. Educar desde la autonomía. No podemos seguir perpetuando los ciclos de violencia y de maltrato que se viven en las facultades de medicina
P.D. No dude en escribirme sus comentarios a mi cuenta de X @sanderslois.
Comúnmente se piensa que la violencia refiere sólo a golpes, cuando abarca otros comportamientos que incluso son normalizados. Similarmente en derecho, hay profesionales que no se discute su conocimiento, sin embargo, olvidan ser persona y sorprendentemente litigan cuando parte de esto es atender usuarios. Basta con notar aquellos profesores que si creen en «preguntas tontas», lo peor es que los compañeros burlan de los comentarios groseros sin darse cuenta de la gravedad en su pedagogía. Aquí vemos la importancia del activismo y unión estudiantil, ir más allá de una ineficaz evaluación docente. La conciencia al elegir cuando estos docentes se postulen a jefatura, decanatura o similares, y el apoyo de los directivos para no pasar por alto estas conductas deshumanizadas.