Aquí nadie está entendiendo lo que pasa.
Porque así racionalicemos la tensión colectiva en la que nos encontramos a nivel país, en lo emocional, nadie está entendiendo lo que sucede.
Llevo varios días intentando aclarar mi posición respecto al sin fin de información que ha recibido mi cerebro. “Niño asesino”, “nos están vendiendo miedo”, “se modificaría la ley para menores”, “el candidato que repuntará en las encuestas”… Y no sé, si antes era más valiente para escribir sobre esto o si realmente en este momento cualquier postura tendrá un señalamiento violento. Sea como sea, la postura que más miedo me ha dado en la vida es la del silencio.
A terapia yo llegué cansada, aún después de haber cumplido con la tarea de dejar de correr tanto. Y es que puede que yo me deje llevar una que otra vez por mi creencia fiel en la energía, pero cómo no sentir tensión cuando todo un país nunca ha dejado de pintarse de rojo, solo que esta vez, con foco en la capital.
A mis papás, por ejemplo, la noticia los sorprendió, pero percibo que perdieron la alerta con el pasar de las horas, limitándose a escuchar los reportes de los vagos avances en la recuperación del personaje involucrado. Pero claro, nada de qué culparlos, pues cuando ellos estaban viviendo lo que debieron ser sus mejores años, llegaban a casa con la noticia de una nueva bomba detonada.
Y es por esto que en Colombia desde que nacemos todos hemos venido adaptándonos al peligro y al comportamiento natural del cuerpo de querer huir por puro instinto de supervivencia, sin siquiera mirar la realidad de quien tenemos al lado. Parece ser algo incluso biológico, la imposibilidad de pensar en colectivo, por estar actuando bajo la necesidad de salvarnos solo a nosotros mismos.
Yo siempre vivo de la esperanza, pero está vez me está costando creer en ella, porque aunque la vida sí me ha demostrado que el dolor enseña y que el tiempo cura, Colombia parece ser aquel amigo terco que repite su historia una y otra vez, no solo porque se encariña con la piedra, sino porque se las sigue tirando él mismo.
Hoy tienen mucho más sentido el dolor en el cuerpo, los oídos aturdidos, la migraña imprevista o el malestar general que algunas de mis personas cercanas me han comentado, y Colombia no se puede dar el privilegio de decir que es un Mercurio retrógrado o algún movimiento astral, sino que es el resultado de un país que no puede hablar de salud mental cuando todos disparamos. Los dolores individuales son la somatización de un país que entienda la intranquilidad como tranquilidad.
Ojalá todos recordemos que el sábado 7 de junio un ser humano en edad de descubrir la vida, en lugar de perderla, disparó por todos nosotros, porque simbólicamente a él de seguro ya lo habían asesinado también, como siempre la historia colombiana lo ha hecho con nosotros desde las necesidades, la falta de oportunidad, el abandono y, ¡cómo no! El fanatismo político que, cuando no nos hace cuestionar el poder del líder que defendemos, nos hace parte de la enfermedad.
Ojalá, algún día entendamos que sanar lo individual es hacerlo para sanar lo colectivo, pero también que sanar es un acto de justicia social.
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