La soledad y la distancia óptima

“Evitamos la soledad porque, precisamente es un espejo que refleja nuestras profundidades y una brújula que nos lleva al encuentro con lo desconocido que llevamos dentro”.


Hoy vivimos rodeados de grandes círculos sociales, redes hiperestimulantes y plataformas de entretenimiento que nos acompañan hasta el último minuto del día. En esta era de tanto aparente “acompañamiento” y conexión constante, pareciera percibirse la soledad con cierto patetismo, como algo sospechoso y ajeno. La figura del solitario se reviste de un halo siniestro, como si estuviera condenado a la lástima, la desesperanza y la melancolía. Paradójicamente, muchas veces el solitario se siente más acompañado con su propia presencia que quienes están entre grandes multitudes.

Y es que, todo a nuestro alrededor nos incita a mirar hacia afuera: a responder, a interactuar, a consumir, a vivir en medio del ruido. Estar en constante compañía se considera como lo convencional, mientras que lo solitario suele recibir connotaciones de extrañeza, incluso de carencia.  Pero, ¿y si cambiamos nuestra perspectiva y vemos la soledad no como sinónimo de vacío sino como posibilidad?

A partir de la soledad, emerge una oportunidad para la introspección, para el florecimiento de la creatividad y la autoindagación. Estos espacios consigo mismo no son terrenos estériles, sino paisajes fértiles en los cuales cultivar la imaginación y ver las luces y sombras que se esconden detrás de la máscara que nos ponemos diariamente para enfrentar el mundo.

¿Quiénes somos cuándo nadie nos ve? ¿Quiénes somos sin la mirada y la presencia del otro?

Muchas veces, el ruido de la socialización incesante, la necesidad casi compulsiva de estar acompañados, no revela riqueza, sino evasión: un temor sutil o profundo a estar con uno mismo. Pero, ¿por qué sentimos miedo de estar en soledad? Este gran teatro de la vida pública funciona, en ocasiones como refugio frente a la incomodidad que aparece cuando se apagan las voces externas. Evitamos la soledad porque, precisamente es un espejo que refleja nuestras profundidades y una brújula que nos lleva al encuentro con lo desconocido que llevamos dentro: pensamientos sin filtro, emociones silenciadas, heridas ignoradas y fragmentos de nosotros mismos que preferimos ocultar.

Por otra parte, aunque la soledad se presenta como crisol del ser, los seres humanos somos, por naturaleza, seres sociales; las relaciones interpersonales forman parte fundamental de nuestra existencia. Desde que nacemos, nos vemos rodeados de otros, y es también en el compartir con la otredad donde, muchas veces, encontramos desafíos, oportunidades y crecimiento personal. Las conexiones humanas, indudablemente también permiten reflexión y autodescubrimiento. Sin embargo, el desafío sigue siendo encontrar un punto de equilibrio entre ambos polos.

Este intento de equilibrio fue presentado por Arthur Schopenhauer en su conocido “Dilema del erizo”: esta fábula cuenta la historia de un grupo de erizos que buscan acercarse entre sí para darse calor, pero al estar demasiado cerca, sus púas los hieren, obligándolos a separarse. Al alejarse, el frío se hace insoportable. La única solución posible ante esta situación es encontrar una distancia óptima, lo suficientemente cercana para sentirse acompañados pero lo bastante prudente para no “lastimarse”. Esta metáfora refleja con profundidad la complejidad de las relaciones humanas: la elección entre herirse por cercanía o morirse de frío por lejanía, es decir, permanecer en aislamiento o volverse casi dependientes de la compañía. Desde la psicología social, lo más saludable consiste precisamente en encontrar el justo medio, evitando caer en los extremos: ni un retraimiento que derive en un aislamiento social prolongado, ni una urgencia de estar todo el tiempo con el otro.

Adicionalmente, Schopenhauer sugirió que, si los erizos tuvieran suficiente calor interno, no necesitarían estar tan cerca. En otras palabras, si nos enfocáramos en construir dentro de nosotros un hogar cálido y acogedor, no huiríamos de la soledad para lanzarnos a las grandes esferas sociales; no tendríamos que buscar calor en otros todo el tiempo, porque desde la propia compañía, seríamos capaces de encender esa llama que no solo nos abriga a nosotros mismos, sino que permite acercarnos al otro no desde el vacío o la carencia, sino desde la abundancia interior.

Al final, no se trata de rechazar la compañía ni de idealizar la soledad, sino de buscar un medio. Es importante valorar profundamente nuestros vínculos y reconocer cuántas transformaciones y revelaciones caben dentro de ellos; pero también es importante regalarnos momentos de desacompañamiento, de silencio, de escucha interna. Habitarnos sin máscaras, sin premura, con una actitud de asombro y curiosidad frente a lo que somos y lo que vamos siendo. Porque no somos seres rígidos; somos seres en perpetua metamorfosis, y durante este proceso necesitamos espacios para frecuentarnos a nosotros mismos y cultivar profundamente la soledad.

Clara Isabel Suaza Gaviria

Estudiante de Licenciatura en Educación Física, Recreación y Deporte y Licenciatura en Lenguas Extranjeras con énfasis en inglés, bailarina y docente de danza; apasionada por la educación, el movimiento y el aprendizaje. Camino de la mano con la reflexión, el conocimiento y el arte, buscando una transformación constante de mí y del mundo.

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