“Las mayorías consolidadas, que se tejieron en el legislativo, poco a poco se diluyen y complejizan el accionar del gobierno y sus cambios sociales que obligatoriamente deben hacer tránsito, y ser aprobados, por el Congreso de la República.”
Tensa calma que se vive en el ambiente político colombiano es el foco de la incertidumbre frente a las reformas estructurales, y los beneficios sociales para los “nadies”, que anunció el gobierno del cambio en campaña y cada vez se ven más inalcanzables. 48 días, para aprobar 29 proyectos de ley, encrespan los ánimos de la izquierda y llaman desde Palacio, con un grito desesperado, para que el pueblo se movilice. Presión populista que se quiere llevar a las calles, reactivación del inconformismo social que se agitó desde 2019, excita la reacción de unas masas que ingenuamente creyeron en un caudillo que, con políticas progresistas fallidas, generó una profunda crisis que es padecida principalmente por las clases menos favorecidas.
Coalición de papel que se constituyó, con los partidos tradicionales y algunas fuerzas independientes, sucumbe ante los avales que se deben otorgar para las elecciones de octubre, dinamismo político que deja en el limbo la ley de sometimiento, el Código Electoral, y las reformas a la salud, laboral y pensional. Pulso, de las corrientes políticas, frente a los puntos claves de la agenda legislativa es atizado por el radicalismo ideológico que acompaña a su presidente y el equipo ministerial que ha sido incapaz de comprender que ahora ejercen el poder y no siguen en su activismo sindicalista. El extremismo filosófico de la izquierda, el centro o la derecha es igual de malo para la democracia, la inviabilidad de las iniciativas administrativas, y la intolerancia popular, eclipsa la urgente necesidad de poner los pies en la tierra y sin fanatismos reconstruir el estamento de una sociedad democrática como la colombiana.
El llamado a marchar con el pretexto de protestar, como argumento para ejercer una fuerza de presión sobre el legislativo, solo busca distraer y pasar a un segundo plano la torpeza administrativa, jurídica y social del gobierno. Hipocresía que enajena la responsabilidad de todos los males actuales a otros es la que sume al país en la desesperanza, los colombianos de las clases populares justifican y aplauden las bribonadas de su mandatario y su vicepresidenta, pero omiten reconocer que el principal problema está en la falta de capacidad gestora de Gustavo Francisco Petro Urrego y su equipo de trabajo. Pecado original de la izquierda, en el poder, ha sido rodearse de las fuerzas que tanto criticó y denunció, caciques políticos que se venden al mejor postor, cambian fácilmente de ideología y son los causantes de tanta desigualdad y corrupción. Colombia es víctima de la escasa memoria de un colectivo para el que la vida no vale nada y es cómplice de la pésima forma de hacer política que está acabando con la institucionalidad.
Complejo entorno, político, económico y social, que acompaña a la nación, exige preguntar cuál es la propuesta que tiene el gobierno del cambio para atender la inflación y la inseguridad que van en aumento, la creciente pobreza que aclama una reacción inmediata que revierta, o por lo menos aplane, un crecimiento constante de los costos. Inoperante proceder de la administración Petro Urrego, en su defensa a ultranza de la “Paz Total”, envalentona a los grupos criminales que imponen su ley y se lucran de economías ilegales. Inestabilidad nacional que ahuyenta capitales y atomiza la generación de empleo y la creación de nuevas oportunidades para el progreso como sociedad. Coyuntura democrática que convoca a tomar decisiones de fondo que no están precisamente materializadas en aquellos que se quieren hacer ver como salvadores cuando en el fondo no pasan de ser un Judas.
Delirios de persecución que invaden a los actores de la izquierda, congregada en el Pacto Histórico, raya los límites, complejos sociales, que tienen su origen en la lucha de clases, son los que se emplean para dividir y conseguir réditos políticos. Indiferencia que acompaña al grueso del colectivo ciudadano propicia que se naturalice la entrega de una propuesta de gobierno a los intereses de a quienes menos importan los cambios necesarios para un país en crisis. En la calle hay una sensación de que todos podrían aportar algo positivo, pero tristemente nadie hace nada porque simplemente no es su problema o no les da la gana. Ausencia de sentido común abre paso a un sistema arbitrario y tiránico que luego tendrá a todos
hablando de lo mal que sale el futuro para la nación. Desconsolador es ver que la política dejó de sustentarse en las ideas para abrir paso a la fogosidad y la imposición de las tesis desde la violencia que traen consigo las marchas populares.
Culpa del detrimento de la política es de una sociedad que tiene el país que se merece, gente que solo presta atención al escándalo mientras dure el show mediático, pero no castiga con el voto a quien desangra con cada acto a la nación. Momento circunstancial, por el que atraviesa Colombia, llama al ciudadano a recobrar una cultura política, no caer en el juego de quienes buscan dividir para reinar. El ungido, que habita por estos días en la Casa de Nariño, debe tener claro que la ley tiene todos los mecanismos para revocar a quien no cumpla, independiente de su color o postura ideológica. El país está atestado de demagogos que hablan lo que el pueblo quiere escuchar y no lo que piensan, gran equivocación es creer que el artilugio de la palabra está por encima de la moral y que en el ejercicio de la función pública no está presente el principio de pensar antes que hablar.
Al país lo compondrá quien tenga una mejor actitud que su presidente, aquel que cuente con la experiencia para implementar dinámicas que motiven a que las personas hagan parte del cambio propuesto. Triste es reconocer que la mezquindad y antivalores que quieren vender los políticos y figuras públicas que cohonestan con el escabroso proceder del “pacto por Colombia” está calando en una sociedad a la que le hacen mucha falta unas libras de pudor, varias gotas de ética, cucharadas de aceptación de la realidad, fanegadas de auto estima, kilos de testosterona y mucho amor. Coyuntura de la nación demuestra que valen más las palabras que los hechos, pequeños cambios como sociedad traerán un mejor futuro. Humildad, empatía y sabiduría son necesarias en este instante para sentarse a construir con quien piensa distinto, coherencia que debe reinar en la construcción de una nueva realidad.
Mezquina estrategia de los militantes de la izquierda es solo defendida por idiotas útiles, seguidores fanáticos, que enceguecidos desconocen el macabro pasado político y social que acompaña al líder del Pacto Histórico y la fuerza común que lo acompaña. Triste es ver que en Colombia se pasó de repudiar a los guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes, y sus actos violentos, para adularlos y defenderlos. Cambio que se aclama en la visión y construcción de país, políticas económicas y sociales, difícilmente se gestará desde una corriente que es incapaz de desprenderse del resentimiento y el odio de clases. Se está al frente del cinismo como conducta del político, escenario en el que quien ejerce el poder fustigó al adversario y ahora gobierna con el mismo argumento, legisla en causa propia y se justifica con falacias que solo captan incautos.
Ansias de cambio que invaden a la izquierda, sin medir y mirar el cómo, el por qué y el para qué, conduce a erráticos movimientos que delinean el caos gubernamental. Promesas populistas, de vivir sabrosito, que simbolizó Gustavo Francisco Petro Urrego en campaña, poco a poco se diluyen en el costo que trae consigo el juego sucio del poder. Peligroso es el coctel de odio, resentimiento, ataques y división que ha venido preparando el Pacto Histórico en los últimos años, intolerancia que se teje contra todo aquel que piensa diferente a ellos. La soledad presente que acompaña a su mandatario es la consecuencia de no enfocarse en lo verdaderamente importante, abandono, al que lo condenan las diferentes orillas ideológicas, llevará a la necesaria resignificación de las prioridades del gobierno para dinamizar la imagen presidencial y alejarlo de la mitomanía e incoherencia que está minando la credibilidad en su presidente que, como muestran los estudios, sigue a la baja.
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