Acaba de ser derrumbado el edificio Mónaco, que fue insignia del emporio que Pablo Escobar, jefe máximo del Cartel de Medellín, levantó con el negocio de las drogas y el estrecho vínculo que los negocios ilícitos tienen con el soborno, la amenaza, el miedo, la violencia y la muerte.
La admiración que entonces despertó el edificio Mónaco y el interés turístico que suscita hasta hoy, que rayan en la idolatría, son la razón para el derribamiento: ese no es un lugar de memoria, allí no se honra a las víctimas, sino que es uno de los emblemas más inquietantes del impacto del narcotráfico en lo profundo de la sociedad colombiana –y de muchas otras sociedades– con el trastorno e inversión de la escala de valores.
Un sector de la sociedad se puso del lado del éxito, la abundancia y la ostentación, y se rindió ante los capos de la droga (Escobar, Lehder, los Ochoa Vásquez, Rodríguez Gacha, los Moncada, los Galeano) sin preguntarse por qué medios y a costa de quiénes habían triunfado y alcanzado el gran poder económico y político que ostentaban. No olvidemos que Escobar fue elegido representante por Antioquia a la Cámara en las elecciones de 1982, y su Hacienda Nápoles y el edificio Mónaco, construido para su familia, se convirtieron en lugares de culto.
Esta huida de la sociedad de las preguntas cruciales (todo ese dinero no podía haber surgido de la nada, ese poderío tenía sospechosamente un brillo color sangre), sirvió para que aumentara la importancia social y política de gente con propensión a la violencia, cayeran en la oscuridad los atropellos y la violencia de la mafia del Cartel de Medellín, y fueran empequeñecidas o silenciadas las víctimas que dejaba al paso de su ascenso imparable.
Aquella sociedad que estaba obnubilada con los nuevos ricos, que practicó una cómoda adaptación al nuevo orden mafioso, que de manera sutil justificó la trampa, la ilegalidad y la violencia, quedó con muy pocos arrestos morales y en muy baja forma para hacerle frente al horror que desataría el Cartel de Medellín, primero con la fundación del MAS (Muerte a Secuestradores, uno de los primeros grupos paramilitares), después con el chantaje y el desafío al Estado por la extradición, y con la guerra con el Cartel de Cali, todo ello con asesinatos selectivos, secuestros, masacres y atentados terroristas, que cubrieron al país de muerte, luto y desolación entre 1984 y 1994.
Nos separamos del boato desplegado por la Alcaldía de Medellín y de la retórica del alcalde Federico Gutiérrez que habla de “exorcizar a Pablo Escobar”, como si la demolición del Mónaco fuera un episodio del combate cósmico entre las fuerzas del bien y del mal, el personaje fuera encarnación del demonio, y la demolición un rito religioso de expulsión definitiva.
Lejos de ese maniqueísmo, el derrumbe del edificio Mónaco tiene un significado moral, ético y político: es un acto terrenal medido con categorías laicas, atinentes a la vida de experiencias comunes en la pólis, que tiene contenido simbólico para reconstruir ciertos significados y normas en nuestra sociedad. Lo simbólico es importante: el hombre “no vive solamente en un puro universo físico, sino en un universo simbólico”, y este universo simbólico es un hecho tangible, una dimensión profunda de lo humano, como enseñó Ernst Cassirer en Antropología filosófica.
Primero: simboliza una toma de conciencia radical de lo sucedido: Pablo Escobar y sus socios en el Cartel de Medellín no van a ser borrados de la historia del país: no somos negacionistas, sus crímenes son imborrables y forman parte de uno de los capítulos más trágicos de la historia de Colombia. Nada de lo que hicieron debe caer en el olvido. Pero deben dejar de ser exaltados como señores respetables, modelos de vida a imitar, y sus actos deben a ser incondicionalmente censurados como injustos e inaceptables.
Esta toma de conciencia otorga la dimensión de sentido para la ruptura con el pasado que expresa la demolición del edificio y la construcción de un lugar de memoria de las víctimas: el éxito momentáneo de un círculo de personas organizadas en torno al narcotráfico y la violencia supuso la comisión de graves crímenes contra miles de personas, así como la decadencia real de una sociedad que cohonestó con la ilegalidad y el crimen, fue complaciente y servil con los capos del narcotráfico, glorificó el éxito fulgurante y la ley del menor esfuerzo, y guardó silencio ante la injusticia y los daños causados a las víctimas. Nada de eso debió haber sucedido y nada de eso debe volver a suceder.
Segundo: simboliza que la sociedad se pone de parte de las víctimas, y no de los victimarios: el marco de convivencia civil y pacífica implica de manera necesaria sacar a las víctimas del narcotráfico de la invisibilidad, hacer que dejen de contar sólo como estadísticas de un proceso de violencia y que su sufrimiento y vivencias cobren realidad, porque la realidad no es sólo lo que hay; la realidad es también lo que está ausente, lo que quedó truncado a causa de la irrupción del narcotráfico, el ascenso imparable de la máxima «el fin justifica los medios» y las feroces formas de violencia que desató en el país.
El imperativo es reconocer y honrar a las víctimas, prestar oídos y sensibilidad a su experiencia, e impedir que a los asesinados los maten dos veces: físicamente y de olvido. Por ejemplo, no podemos olvidar a los magistrados de la Sala Penal del Tribunal Superior de Medellín Gustavo Zuluaga Serna, Héctor Jiménez Rodríguez, Mariela Espinosa Arango y Álvaro Medina Ochoa, asesinados por defender el Estado de Derecho, aplicar las leyes, emitir órdenes de captura e intentar sancionar los delitos de Pablo Escobar y sus aliados.
Tercero: simboliza que la sociedad asume el compromiso de crear un clima cultural y social que no consienta la repetición de hechos similares: mediante la construcción de un parque que honra la memoria de las víctimas del narcotráfico en el lugar antes ocupado por aquel edificio, mediante un relato colectivo que señala los peligros mortales que entraña la cultura de la ilegalidad (el dinero fácil, el dinero que compra todo, el jugarse la vida entera por la suerte de un día, el acudir a las armas para hacer cumplir la palabra empeñada), mediante una educación basada en las lecciones que deja el pasado, se incide para que las nuevas generaciones no se vean inclinadas a seguir aquello que una y otra vez conduce al abuso y la violencia. Es lo que Adorno –en Educar después de Auschwitz– llama “el giro hacia el sujeto”, el fortalecimiento del aspecto subjetivo como educación para la autorreflexión crítica a partir del pasado, un elemento indispensable para impedir el retorno del horror.
A las sociedades como la nuestra, que han padecido hecatombes colectivas, les toma décadas superar el pasado traumático. Es mucho lo que se ha avanzado desde que Medellín fuera catalogada como la ciudad más violenta del mundo y en un solo año, 1991, se cometieran 7273 homicidios en la ciudad. Este acto simbólico es un nuevo paso en el camino a un mejor porvenir.