“Y a pesar de que Colombia ha vivido tantas tragedias, tantas pérdidas, y dolor, se espera que las personas sean optimistas, “resilientes”, prácticamente ante todo.”
Hoy día el tema de la salud mental carga menos prejuicios y estigmas que antes. Ya pasamos la brecha, en alguna medida, de que quienes van al psicólogo o son medicados son esquizofrénicos en potencia. Aún así, el tema de la salud mental parece menos presente en las redes sociales y los medios, esto casi como suponiendo que todos estuviéramos sanos.
Los años posteriores a la cuarentena han sido particulares especialmente por una mayor consciencia sobre la salud mental y sus impactos. Las consecuencias del aislamiento, la inestabilidad económica y la carencia de relaciones, afectaron a muchas personas en el país. Se hizo evidente que la salud mental era un tema relevante a la par de las otras problemáticas que afectan a Colombia.
Hubo mucha pedagogía sobre la importancia de reconocer la salud mental, no como un aspecto menor de la experiencia de vida, sino como un ámbito que se debe abordar, no solamente desde el sujeto, sino también desde las acciones del Estado en la política pública en salud. Prueba de esto es la reciente ley sobre Salud Mental y Bienestar Psicosocial aprobada en el Congreso.
El aislamiento, la reclusión y la inestabilidad económica generados por el Covid-19 pusieron a muchas personas en situaciones emocionalmente desbordantes. En cierta medida la población que había sido relativamente estable, o que tenía una idea vaga de lo que era la depresión o la ansiedad, logró darse cuenta que estar bien emocionalmente no era algo necesariamente común, que no todos gozaban de ello, e incluso algunos lo buscábamos con insistencia.
Me sentí bastante cobijado por toda esta nueva disposición hacia la salud mental. Antes de la Cuarentena había visto pequeñas señales de cómo el tema se hacía poco a poco más visible. Para mi ya era de interés mucho antes, aún asi no había en mi mucho pudor por sentirme inestable. Pronto me daría cuenta que el no tener una salud mental estable y consistente, me haría sentir vergüenza, me haría sentir que no disfrutaba la vida como otros lo hacían.
Y a pesar de que Colombia ha vivido tantas tragedias, tantas pérdidas, y dolor, se espera que las personas sean optimistas, “resilientes”, prácticamente ante todo. Casi como si nos hubiéramos forzado a aceptar vivir alegres en medio de una balacera. Pero todo tiene límites, y la Cuarentena fue uno de ellos.
Entonces, me di cuenta de que los juicios, los comentarios, las frases y las preguntas me insistían en el hecho de que yo no “estaba bien”, que no era alegre o positivo. Y si el tema nunca llegó a la burla sí sentía cierta inferioridad. Porque estar alegre o ser optimista no era precisamente la manera en la que yo abordaba la vida o las circunstancias. No creía mucho en ser positivo, todo eso se me hacía un teatro, una puesta en escena inventada por alguien más.
Hallaba cierta tranquilidad en la miseria, en la incertidumbre, en la tribulación como si fueran formas sostenibles de asumir la vida. La verdad es que si hay algo interesante en toda esa vivencia de la melancolía, con el tiempo, me di cuenta que el malestar tenía un precio. Que no hacer lo suficiente para estar mejor afectaba el trabajo, la familia, las relaciones, las actividades, en últimas el camino en la vida. Terminé por idealizar mi propio malestar, dado que no encontraba formas rápidas de escapar de él.
Pienso que la salud mental es importante y por más fuerte que el sujeto se sienta o se considere, nunca debemos subestimarla. Puede ser como una dolencia sutil, una mancha en la piel, que vemos pequeña, pero que con el tiempo empieza a crecer, a expandirse hasta devorarnos lentamente, y ya no somos capaces de reconocer quiénes somos sin ella.
Nunca debemos ignorar el estado de nuestra mente. Creo que esa es una de las reflexiones que me queda dentro de toda la gran proliferación de contenido ligado a la salud mental, que buscaba ayudarnos a construir mejores formas de vivir en el mundo. De eso me alegro.
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