La salud mental de los abogados: un olvido peligroso

Tan pronto se ingresa a las aulas de las escuelas o facultades de derecho, a los abogados del futuro se les indica qué significa pensar jurídicamente. Este “razonamiento jurídico” se presenta como una forma especial y conveniente de pensar para lograr la objetividad en el derecho y se funda en una pretendida lógica de las normas, el seguimiento de precedentes y el respeto por la autoridad legal. El “buen abogado” -se nos dice- no debe dejarse llevar por sus emociones, debe separar la moral del derecho y es imperioso que limite su análisis a lo que las normas dictan. En ese marco, las emociones y las intuiciones personales no solo se consideran irrelevantes, sino incluso un obstáculo para alcanzar un razonamiento jurídico “correcto”.

Pese a la existencia de este ideal regulativo de neutralidad emocional, las ciencias cognitivas nos indican que esto no es posible. Además, los problemas de salud mental de los abogados sugieren que este ideal regulativo no es conveniente. Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía, ha explicado que las personas pensamos a través de dos sistemas: el Sistema 1, que es vertiginoso, intuitivo y “emocional”; y el Sistema 2, que es más pausado, deliberativo y “racional”. Aunque solemos pensar que nuestras decisiones son el resultado de procesos racionales (Sistema 2), numerosos estudios evidencian que, en realidad, primero operan las intuiciones emocionales (Sistema 1), y luego tratamos de persuadirnos y persuadir a otros de la racionalidad de nuestras decisiones.

Lo mismo sucede con el razonamiento jurídico. Aunque se presente como una operación lógica y racional, en realidad está profundamente atravesado por intuiciones, sesgos, emociones y preferencias morales. Distintos estudios en neurolaw -neuroderecho- demuestran que los jueces y los abogados no están exentos de estos procesos cognitivos. Al contrario, todas las decisiones jurídicas están condicionadas por factores afectivos que luego pretenden ser racionalizados mediante argumentos jurídicos. En otras palabras, mientras el derecho busca excluir la emocionalidad del razonamiento, la ciencia demuestra que esta exclusión es artificial.

La pretendida separación entre razón y emoción no es nueva pues tiene raíces profundas en la historia del pensamiento occidental y el estado moderno. Desde Voltaire, pasando por Montesquieu y llegando a las escuelas silogísticas o exegesis jurídica, se ha resaltado como valor en el derecho el ser una disciplina que controla la subjetividad, promueve la objetividad y festeja la impersonalidad. Pero las ciencias cognitivas actuales muestran que razón y emoción no son procesos separados: son procesos cognitivos con sustrato neurológico que interactúan, compiten y coinciden en nuestra mente. Ambos participan en la toma de decisiones y ninguno de estos procesos es infalible. Están sujetos a errores, sesgos y limitaciones.

En el contexto de la formación jurídica, esta represión sistemática de la emocionalidad puede tener efectos nocivos. El entrenamiento para que los abogados supriman sus emociones y las consideraren como síntoma de una debilidad puede generar, con buena probabilidad, que desarrollen formas de desinterés y hospitalidad emocional que no solo afectarán su práctica profesional, sino su salud mental. Negar la condición cognitiva -que no cognoscitiva, en términos objetivistas- de las emociones -como detonador de hospitalidad, indignaciones éticas y comprensión humana- configura un modelo profesional que castiga la vulnerabilidad, premia la desconexión y deshumaniza la labor jurídica.

Lo expuesto, no es solo una hipótesis plausible. En 2016, un estudio publicado en el Journal of Addiction Medicine, liderado por la Fundación Hazelden Betty Ford y la Comisión de Asistencia para Abogados de la ABA, expuso resultados preocupantes: los abogados que participaron en el estudio presentaron una de las tasas más altas de consumo problemático de alcohol, entre todas las profesiones, y niveles significativos de depresión, ansiedad y estrés. De acuerdo con el estudio, el 28 % reportó síntomas de depresión, el 19 % ansiedad, y el 20,6 % presentaba consumo problemático de alcohol (cifra que ascendía hasta el 36,4 % con una medida abreviada que mide también el riesgo de consumo). El 61 % declaró haber experimentado ansiedad alguna vez durante su carrera, el 46 % depresión, el 11,5 % pensamientos suicidas y el 0,7 % había intentado suicidarse. Estas cifras superan incluso las observadas en otros estudios realizados sobre la profesión médica y reflejan una crisis de salud mental que sigue sin atención en pasillos, aulas y estrados.

Uno de los temas alarmantes sobre este asunto es que las cifras se dan en un contexto profesional en el que hablar de salud mental sigue siendo tabú. La idea de que el abogado debe ser fuerte, racional e inmune a las emociones lleva a que muchos oculten su malestar por miedo a ser vistos como sensibles, débiles o incompetentes. La institucionalidad del derecho (facultades, judicatura, academia, entre otras) no están diseñadas y dispuestas para acompañar la salud mental de quienes lo ejercen, y muchas veces se restringen a recursos simbólicos o marginales.

Ahora, repensar el razonamiento jurídico no implica abandonarlo, sino reconocer sus límites y complejidades. Incluir la emocionalidad como parte explicativa del razonamiento no lo debilita, lo humaniza generando confianza y transparencia. Abrir espacios para la salud mental en la profesión jurídica no es un clamor al margen, es una necesidad prioritaria. La salud mental de los profesionales del derecho también impacta la salud de las decisiones jurídicas.

El ejercicio del derecho no puede seguir funcionando bajo la ficción de que los abogados son máquinas racionales que procesan normas. Son personas atravesadas por dilemas éticos, emociones, historias personales y contextos sociales. La salud mental de quienes interpretan, aplican y enseñan el derecho es también una cuestión relevante para la construcción de acuerdos sobre la justicia.

Alejandro Matta Herrera

Alejandro Matta Herrera. Docente Universitario. Abogado. Especialista en derecho administrativo y constitucional. Magister en Filosofía del Derecho en la UBA-Arg. Estudiante de doctorado de la misma universidad. Secretario de la Juventud Medellín 2020-2022. Secretario general IU Pascual Bravo 2018-2019.

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