La república de los cómplices

“Porque aquí hablar equivale a morir, y vivir en silencio parece menos indigno que morir diciendo la verdad.”

Colombia no se pudre por lo que ignoramos, sino por lo que decidimos callar. Aquí todos saben quién roba, quién mata, quién negocia con la sangre ajena, pero el silencio se ha convertido en la única política de Estado que de verdad funciona. Somos una República de cómplices, un país que aprendió a bajar la cabeza mientras lo desangran, donde el conformismo se disfraza de prudencia y la cobardía de estrategia de supervivencia.

Nadie se sorprende de la corrupción. Todos la ven, todos la padecen, y sin embargo, la callan. En cada pueblo hay un contratista que se enriquece con escuelas fantasma; en cada ciudad, un político que reparte puestos como botín familiar; en cada despacho, un juez dispuesto a torcer el código por una suma discreta. Y lo más devastador no es que existan, sino que lo sabemos. Lo sabemos, lo comentamos en voz baja, lo convertimos en chisme de esquina, pero jamás en denuncia real. La corrupción dejó de ser un escándalo y se volvió paisaje, como una cicatriz que ya no duele porque aprendimos a vivir con ella.

La República de los cómplices no se sostiene en los grandes ladrones, sino en los pequeños silencios que van sosteniendo la podredumbre. En el funcionario que sospecha y se calla. En el periodista que baja el tono de la crítica por un contrato de pauta. En el empresario que ajusta cuentas con la ilegalidad porque “si no, no se puede trabajar”. En el ciudadano que justifica diciendo “todos roban” mientras repite su voto por el mismo verdugo. Esa es la verdadera tragedia: no el corrupto en sí, sino la sociedad entera que lo tolera porque el silencio siempre resulta más cómodo que la confrontación.

La violencia, a su vez, no necesita máscaras: manda a plena luz del día. Todos saben quién controla las carreteras, quién dicta el precio de la vida en cada vereda, quién decide qué se puede sembrar y qué no. Todos lo saben: el campesino, el alcalde, el policía. Y, sin embargo, todos lo callan. Porque aquí hablar equivale a morir, y vivir en silencio parece menos indigno que morir diciendo la verdad. Así se normaliza lo intolerable: un país que conoce el rostro de sus verdugos, pero finge no reconocerlos para sobrevivir.

En Colombia, lo indecente no es robar: lo indecente es señalar al ladrón. Lo inmoral no es desangrar al Estado: lo inmoral es denunciar al cómplice. Al corrupto lo aplauden en cocteles, lo eligen en tarimas, lo blinda el poder con escoltas; al honesto lo sepultan en el olvido o lo asesinan en una carretera desierta. Hemos invertido los valores: ser ladrón otorga prestigio, ser decente otorga amenazas.

Y mientras tanto, los criminales han aprendido a administrar la miseria. En muchos rincones no solo imponen su ley, sino que son vistos como benefactores. Reparan una carretera, entregan mercados, ayudan en un entierro, y esa limosna bastarda alcanza para comprar gratitud y complicidad. Es la perversión de la necesidad: preferir agradecer al verdugo antes que exigir al Estado. Así se construye esta República: con fusiles que mandan y con pueblos que, por miedo o por hambre, se arrodillan.

Lo más devastador es que esta cultura de la complicidad se hereda como si fuera un patrimonio. Los niños crecen viendo cómo el éxito se mide no en méritos sino en atajos, cómo el poder no se alcanza con talento sino con cercanías. Aprenden rápido que el “vivo” es el que roba, el “bobo” es el que se deja robar. La pedagogía del cinismo se transmite en las casas, en las escuelas, en la política. Y así, generación tras generación, criamos ciudadanos que admiran al tramposo y desprecian al recto.

La complicidad, entonces, no es excepción: es la norma. Es el cimiento sobre el que se levantó el edificio torcido de nuestra República. Porque en Colombia no hay inocentes absolutos: todos, de una u otra forma, hemos aprendido a mirar hacia otro lado. Y mientras sigamos creyendo que “así funciona todo”, seremos esclavos voluntarios de quienes se alimentan de nuestra indiferencia.

El verdadero drama de Colombia no es que existan verdugos, sino que existan tantos cómplices dispuestos a sonreírles. Esa es nuestra ruina: que lo intolerable dejó de ser intolerado.

Juan Diego Vélez Forero

¡Hola! Soy Juan Diego Vélez Forero; un joven que en medio de una Colombia que regresa a un pasado que nos dejó un futuro colmado de incertidumbres y en donde diariamente se normaliza la desgracia; no quiere ser de la generación que permitió que su país, se diera por perdido

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.