“La élite nos ha tenido peleando entre compatriotas. A los jóvenes le tienen que enseñar eso. Tienen que conocer la historia de verdad -y no a medias- para ver si algún día podemos darnos la mano, abrazarnos y vernos como unos mismos hermanos hijos de Bolívar.”
*Los nombres de estas personas fueron cambiados para guardar su privacidad
Guillermo Sepúlveda*, de casi 70 años pero de una lozanía envidiable; Griselda Forero*, de 47 y recién gozando de su libertad tras salir de la cárcel; y Esther Campos*, de 26 y al parecer la más joven de los excombatientes presentes, son tres de los aproximadamente 10 miembros de las FARC que, para efectos de un ejercicio académico, aceptaron abrirle las puertas de su zona veredal a un grupo de estudiantes (del que tuve la oportunidad de hacer parte) para deliberar. El quid de la cita: la reconciliación en tiempos de posconflicto, específicamente vista como una empresa impulsada desde las instituciones del Estado colombiano.
Campos es quien toma la iniciativa. Sin titubeos, empieza por manifestar su inconformidad ante la renuencia de la sociedad civil de cara a los miles de exguerrilleros rasos que, como ella, dejaron las armas impelidos por una nueva forma de lucha a través de los canales democráticos. «…Si nosotros nos sometimos a este proceso con el gobierno fue porque, como organización, asumimos una nueva actitud, ¿no? Pero la gente no ve eso. Nos siguen tratando como lo peor, como terroristas, como narcotraficantes, como monstruos…», expresa la otrora subversiva. A su vez, establece una relación causa-efecto entre este fenómeno y los medios masivos de información que, a su criterio, continúan oxigenando el relato de la guerra. «Necesitamos medios propios o mayor participación en los que ya están. Necesitamos poder mostrar lo que somos ahora y qué hacemos aquí. La prensa amarillista, esa que controlan unos pocos, no nos deja», arguye para concluir en su primera intervención.
Forero coincide con su compañera: efectivamente gran parte del problema estriba en el uso del lenguaje. Sin embargo, más allá de los medios, piensa que son las autoridades administrativas locales quienes reproducen y perpetúan el uso de epítetos peyorativos en la retórica colectiva. «Uno se pone a hablar con el gobernador o el alcalde e instantáneamente siente el rechazo. Así no se puede. ¿Cómo vamos a entendernos si no son capaces de respetar y reconocer nuestro cambio? Lo miran a uno feo, hablan mal y le cierran los espacios», responde la mujer cuando se le pregunta sobre qué papel juegan las cabeceras municipales en todo esta labor de acompañamiento, reinserción y empalme social.
Sepúlveda por su parte le da un viraje a la discusión pues, considera, el verdadero escollo que supone un retroceso para la construcción de una Colombia distinta es el tratamiento que se le ha dado al conflicto armado. Cree con fervor que la falta de contexto histórico es el móvil que lleva a la ciudadanía a adoptar conductas preventivas y a vilipendiarlos. «Nos tachan de asesinos y criminales, pero póngase a pensar usted por qué empezó todo. Uno tiene que remontarse a Bernardo Jaramillo, a Gaitán, a las Bananeras, al PCCC, a 1917 (con una revolución que hubo por allá en Rusia)… A todo eso. ¿Qué buscaban aquellas figuras y campesinos? ¿Qué han perseguido los menos favorecidos? Y ahora piensen en cuál ha sido la respuesta de la oligarquía siempre: sangre y censura. Por eso nos alzamos en armas y las FARC pasó a tener un componente militar. Mas no era algo que queríamos, sino que fue una respuesta para defendernos. A nosotros no nos gusta matar, no nos gusta la guerra. Cuando le dábamos de baja a un soldado del ejercito, nos dolía. Cuando nos mataban a uno de los nuestros, nos dolía. Cuando moría algún estudiante que simpatizaba con el movimiento, también nos dolía. Llorábamos. La muerte duele y a nadie le gusta… Se los digo que yo que soy el único varón vivo de mi familia, al resto los mataron. La élite nos ha tenido peleando entre compatriotas. A los jóvenes le tienen que enseñar eso en los colegios y universidades. Tienen que conocer la historia de verdad -y no a medias- para ver si algún día podemos darnos la mano, abrazarnos y vernos como los mismos hermanos hijos de Bolívar”, dice el veterano en un pasional soliloquio.
Así, el diálogo se extiende por casi una hora y, finalizado y tras hacer un paneo horizontal, mi lectura de la situación es la siguiente: falta crear uniformidad entre el gobierno nacional y las entidades territoriales en aras de levantar una arena propicia para la convivencia pacífica de las varias capas de esta nueva sociedad que está naciendo producto del Acuerdo de Paz. Y ese escenario solo será posible en la medida que realmente se forje un discurso que propenda por la tolerancia y la igualdad de oportunidades para quienes yacen ad portas de vincularse a esta. Asimismo, es preciso llevar a cabo un recuento memorístico que unifique y clarifique los porqués y cómos de estos 60 años de enfrentamiento. Una narrativa que aúne las perspectivas de los variopintos actores y que decante en una versión homogénea y transparente es indispensable, pues nos permitirá encarar el pasado. No obstante, aun cuando queda en evidencia el compromiso de nuestra institucionalidad en el susodicho quehacer, no podemos ser incautos y pretender concebir la reconciliación y el perdón como políticas de Estado, esto en virtud de componentes subjetivos que, indefectiblemente, varían de persona en persona volviendo imposible dicha pretensión. Sí hay que hacer una gestión desde lo orgánico, pero hay que darle mayor prioridad a la transformación e interiorización individuales a partir del mensaje , el ejemplo, y la comunicación asertiva. Sin más, educar en y para la democracia.
Los guerrilleros no niegan sus errores. Mucho menos desconocen que el miedo y la zozobra que respira un gran número de connacionales es una respuesta apenas entendible. Pero piden mirar hacia adelante dejando atrás añejos rencores. Personalmente pienso que no se trata de perdonar per se. O al menos no debe ser esta la primera tarea. Creo, humildemente, que la clave es coexistir, entender al otro como sujeto con particularidades propias y ser capaces de vivir con ello. Eventualmente las heridas ya sanarán. Tal vez en una, dos, tres generaciones. Por lo pronto, escucharnos y hablar servirá como piedra angular para sostener lo que viene.