“Yo no jugué “La Pony”. El torneo que todos los niños a los que nos gustaba el fútbol en Medellín queríamos jugar, no lo jugué”.
Yo no jugué “La Pony”. El torneo que todos los niños a los que nos gustaba el fútbol en Medellín queríamos jugar, no lo jugué. En esa época el equipo donde estaba era muy bueno y la competencia por un lugar en la lista definitiva de dieciocho era muy grande. Me acuerdo de que un día llegaron al entrenamiento cuatro jugadores nuevos que venían a probarse, uno de ellos, que jugaba en mi posición, aparentaba tener diecisiete años. Tenía unas piernas muy peludas que doblaban en tamaño las de todo el equipo. Se le notaba una sombra en el bigote rara para un niño de doce. Tenía una manzana de adán con la que casi nos podía pegar. Con su llegada nos dimos cuenta de que el técnico iba a meter “pasados” al equipo para buscar ganar el torneo. “Pasados” era la expresión que utilizábamos para referirnos a los que jugaban en una categoría teniendo más años que la edad reglamentaria. Casi siempre uno o dos. Tenían a menudo entre catorce y quince, aunque había historias de “pasados” que habían jugado Pony con hasta dieciséis. Técnicos sin mucho asco para la corrupción y con muchas ganas de ganar el torneo sin importar la forma.
“Los pasados” siempre nos masacraban. Nos ganaban por fuerza. Los tacos, los balones divididos, los cargazos, los cabezazos. Para un volante de marca ese tipo de condición es muy importante. Yo era un flacuchento de doce con buena pegada que intentaba pasar siempre bien el balón. No tenía la potencia para la marca del “pasado” que metieron a competir por mi puesto. Me llevaba al menos 3 años. Supe que no iba a estar en el torneo.
Cuando ese sábado en la mañana en una cancha auxiliar del Polideportivo Sur de Envigado el técnico leyó la lista de los dieciocho que iban a intentar jugar en La Marte- el sueño más grande de los veinticinco niños que estábamos ahí sentados en círculo mirando hacia arriba con una mano en la cara tapando el sol y tratando de enfocar y escuchar lo que decía- yo sabía que no iban a decir mi nombre. El “pasado” me había ganado el puesto. Ese día lloré mucho. Supe por primera vez que era el fracaso.
Muchos años después en un almuerzo mis papás me contaron que el técnico del equipo los había intentado sobornar. Les dijo que si le daban una plata – no sé cuanto y eso es importante para mi salud mental- él me metía en los elegidos para La Pony. Mis papás dijeron que no y yo no jugué el torneo. Me fui a otro equipo y jugué la Liga Antioqueña cuatro años más hasta mi prematuro retiro del fútbol. No quiero decir que eso me enseñó algo, o que me educó porque durante muchos años olvidé la historia. Tampoco quiero que esto suene a fábula de coaching donde las anécdotas nos terminan enseñando cosas. Pero hoy pienso que mis papás actuaron bien, que si hubieran pagado para que yo jugara yo me habría persuadido de que era mejor de lo que era, hubiera quedado subcampeón de La Pony, me hubieran visto de las inferiores de Nacional y probablemente hoy tendría la 6 de la selección Colombia y jugaría al lado de Wilmar Barrios (¡Por qué no pagaron!). Estoy diciendo mentiras. Yo no era tan bueno y además estoy convencido de que las formas de llegar importan, y no me hubiera gustado jugar La Pony vía pago de favores a un técnico.
Había varios que jugaban mucho mejor que yo y tampoco quedaron en la lista definitiva. Mi deseo de llegar a La Marte no soportaba cualquier forma. Y esto no es sólo una cuestión moral, es una cuestión pragmática. Si mis padres le dicen que sí al técnico, yo hubiera jugado La Pony, y después me hubiera enterado de que fue porque ellos pagaron. Mi mayor sueño de niño no se hubiera arruinado también, sino además hubiera sentido una profunda vergüenza. Prefiero haber sentido tristeza ese día en esa cancha de Envigado, que haberme dado cuenta después que estaba en la lista por que mis papás pagaron, pues a la tristeza de haber sido incluido por la plata de mis papás y no porque era bueno, se le hubiera sumado la vergüenza de pensar que alguien mejor que yo se quedó afuera por el técnico corrupto. Un sentimiento horrible es mejor que dos. Un asunto de utilitarismo, de pragmatismo.
Uno de los problemas más grandes del gobierno colombiano es el clientelismo: la destinación de recursos públicos para pagar favores y contribuciones hechas en campaña. “ayúdeme en mi campaña, a ser presidente y yo le pago en mi eventual gobierno” es casi la historia de la política colombiana, la fórmula más utilizada. Incluso muchos dicen que la única. Yo no creo.
Lo público como botín. Los recursos del país repartidos entre cercanos, amigos y contribuyentes de campaña. Cambiar este modo de pensar y hacer en lo público es fundamental si se quiere transformar el país. Si se aspira a ejecutar una reforma honda del estado este punto es fundamental, básico, casi fundacional. Las formas, de nuevo, son importantes. No se puede llegar de cualquier manera. Por más que se quiera. Por más que sea un sueño. Por más que se crea beneficioso para los demás.
Si alguien quiere llegar a la presidencia (como yo a La Pony) el camino que recorre para lograrlo es muy importante. No se puede llegar traicionando principios éticos. No se puede recibir en su proyecto político a personas que representan la antinomia de los valores que se dice defender. No se puede recibir votos a cambio de favores. E insisto, esto no es una cuestión sólo ética -que es elemental en cualquier proyecto político progresista y sin lo cual no existe ningún plan trasformador de la sociedad- sino también pragmática.
Si se quiere realmente transformar el país es imposible hacerlo si se llega con un bulto de favores que pagar a cuestas. La serie de reformas que tiene que hacer un proyecto progresista, reformista o revolucionario necesita, casi que por principio, que los recursos se destinen de manera eficiente. Que el dinero público sea invertido para prestar un mejor servicio de salud, para formalizar la tenencia de tierra, para fortalecer el agro, para hacer vías terciarias, para hacer escuelas y universidades rurales, para garantizar empleo en los jóvenes, para sacar a más de veinte millones de personas de la pobreza, y más de tres de la pobreza extrema. Todo eso es imposible hacerlo si se llega con los votos de las maquinarias, si se empeña a priori los recursos de la transformación y luego se utilizan para pagar favores. No hay algo así como un proyecto transformador clientelista. Clientelismo y transformación son antónimos.
Si se llega de la misma forma que los que se quiere derrotar, no hay transformación, no hay revolución, no hay nada. El sistema clientelar se seguirá reproduciendo gobierno tras gobierno -como lo ha venido haciendo- impidiendo una vez más que este país sea un lugar digno para todos. En política, que es también la vida, las formas de llegar importan, y a veces, son lo más importante.
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