La política no debería tener epitafios

“Callaron su voz con balas, pero su ejemplo seguirá gritando en la conciencia de un país que no puede permitirse olvidar.”


La madrugada del 11 de agosto de 2025 volvió a escribir, con sangre, una página de la historia más oscura de Colombia. A la 1:56 a. m., el senador y candidato presidencial Miguel Uribe Turbay Fallece. No lo apagó el tiempo ni la enfermedad. Lo apagó la misma mano cobarde que, por décadas, ha decidido que en este país las ideas se discuten a bala.

Colombia no aprende. No importa cuántos líderes caigan, cuántos discursos se queden sin pronunciar, cuántas familias queden rotas. El ciclo es siempre el mismo: matan, se indignan, prometen justicia… y al poco tiempo, el olvido. Pero el olvido en Colombia no es casualidad: es una estrategia. Aquí la impunidad no es una falla del sistema, es parte del sistema.

Miguel Uribe no era un político perfecto —nadie lo es—, pero era un hombre que creía en el debate de ideas, en la confrontación política desde la palabra y no desde el gatillo. Defendía sus convicciones, las ponía sobre la mesa y las discutía con argumentos. Y eso, en un país donde demasiados políticos solo defienden sus contratos y sus cuotas de poder, ya es un acto de resistencia. Por eso duele tanto: porque cuando un país mata a quienes piensan y argumentan, deja el terreno libre para quienes solo saben mandar callar a plomo.

Desde hace más de medio siglo, la violencia en Colombia es un virus mutante que adopta diferentes máscaras para seguir viva: guerrilla, paramilitarismo, narcotráfico, bandas criminales, sicariato político. Cambia de nombre, pero nunca de objetivo. El mensaje siempre es el mismo: “aquí, quien incomode, no vive mucho”. Y así, poco a poco, nos hemos ido acostumbrando a que la política tenga un costo de vida.

Este asesinato no puede quedar en manos de la justicia coja, esa que se mueve con lentitud para los poderosos y con saña para el pobre que roba pan. No bastan comunicados ni promesas huecas. La pena para los responsables debe ser ejemplar, inmediata y sin atenuantes. No más rebajas, no más beneficios, no más excusas. Porque cada vez que un crimen así queda impune, Colombia envía el mensaje de que la bala es más efectiva que el voto.

Hoy no solo enterramos a Miguel Uribe; enterramos un poco más de lo que queda de política decente en Colombia. Y eso debería dolernos como si nos arrancaran un órgano. Porque cuando la política se convierte en una profesión de alto riesgo, los que quedan con vida no son necesariamente los mejores: son los más cobardes, los más corruptos o los más sanguinarios.

Colombia está atrapada en un duelo perpetuo. Nos hemos convertido en un país que vive en funerales, que se viste de negro tantas veces que ya ni nos sorprende. Y mientras no rompamos este ciclo, la democracia seguirá reduciéndose a un ideal bonito en los discursos y un chiste cruel en la realidad.

La política no debería tener epitafios. Pero en Colombia, la lápida viene incluida con el cargo. Y mientras eso siga siendo así, no habrá futuro que valga la pena construir.

A la familia de Miguel Uribe Turbay, a sus amigos, a quienes caminaron a su lado en la vida y en la política, hoy solo puedo decirles que Colombia entera debería estar abrazándolos. Ninguna palabra, por más sincera que sea, podrá llenar el vacío que deja un asesinato tan injusto y cruel. No hay discurso ni mensaje oficial que compense la ausencia física de un hijo, un esposo, un hermano, un padre, un amigo que soñaba con un país distinto y que, a su manera, luchaba por él.

Miguel no fue solo una figura pública; fue una voz que, nos gustara o no, tenía algo que decir, algo que proponer, algo que aportar. No se escondía, no se callaba, no se conformaba. Y eso, en este país, cuesta caro. Lo callaron las balas, pero no podrán callar lo que representaba: el derecho de cualquier ciudadano a pensar, a debatir y a proponer un camino diferente.

Mi solidaridad absoluta para su familia, que hoy carga un dolor que ningún ser humano debería vivir, y que además debe enfrentar la rabia de saber que en Colombia la vida de un líder vale menos que una promesa política. Que sepan que no están solos. Que quienes creemos en un país sin violencia, aunque seamos pocos, seguiremos levantando la voz para que su muerte no se convierta en una estadística más ni en otro titular olvidado.

Que la memoria de Miguel sea faro y no solo recuerdo. Que su ausencia incomode, que su asesinato duela en la conciencia colectiva, que no dejemos que pase lo de siempre: el olvido. A su familia, fuerza. A Colombia, vergüenza. Porque ningún país que mata a sus líderes merece llamarse democracia.

Brahian Steveen Fierro Suárez

Soy Colombiano, profesional en Ingeniería Industrial y Administrador de Empresas. Actualmente estudio Administración pública Territorial e Ingeniería Civil. Me gusta mucho Escribir, leer, estar al día en temas relacionados con Ingeniería y Administración.

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