“La paradoja de nuestro tiempo es evidente: nunca hemos producido tanto y, al mismo tiempo, nunca ha sido tan grande el riesgo de exclusión laboral. La inteligencia artificial acelera la productividad, pero también desnuda los límites de un modelo que confunde eficiencia con bienestar”.
Textos generados en segundos, diagnósticos médicos cada vez más certeros, traducciones instantáneas en cualquier idioma y estilo, imágenes creadas por algoritmos, contratos legales revisados en minutos, análisis estadísticos complejos, código de programación en cualquier lenguaje y asistentes digitales que parecen entender nuestro enfoque con precisión. La inteligencia artificial ya llegó como una realidad que está transformando la productividad en el siglo XXI. Pero detrás de este impacto transformador aparece una paradoja inquietante: a mayor eficiencia, más vulnerable se vuelve el empleo humano y más profunda la desigualdad social.
Diversos economistas, así como estudios recientes del FMI y la OCDE, describen este dilema como la paradoja de la eficiencia: el contraste entre aumentos de productividad y estancamiento del bienestar. Según el FMI, la IA ya afecta cerca del 40 % de los empleos a nivel global, y sin políticas redistributivas queda el riesgo de profundizar la desigualdad. Por su parte, la OCDE detecta que, aunque muchos trabajadores valoran los beneficios de la IA en su lugar de trabajo, persisten inquietudes sobre sus efectos en el empleo. En países como España, por ejemplo, se estima que el 27.4 % de los empleos están expuestos a IA generativa, aunque solo un 5.9 % enfrenta alto riesgo de automatización, lo que abre un espacio para intervenciones regionales responsables. En teoría, cada salto tecnológico debería traducirse en mayor bienestar colectivo. La mecanización del campo prometía acabar con el hambre; la automatización industrial, liberar a los trabajadores de las tareas más pesadas; la digitalización, acercar el conocimiento a todos. Y sí, la productividad global aumentó, pero al mismo tiempo se abrieron brechas nuevas. Lo que se ganó en eficiencia se perdió en cohesión social: desplazamiento de trabajadores, concentración de la riqueza, precarización de los oficios. La IA, en este sentido, no es la excepción. Quizás sea el capítulo más radical de una historia ya conocida, capaz de empujarnos hacia una fase posindustrial con rasgos poscapitalistas.
El impacto en el mercado laboral es inminente. Profesiones enteras que parecían blindadas por su complejidad intelectual ahora están en riesgo. Analistas financieros, traductores, diseñadores gráficos, incluso abogados o médicos observan cómo una parte de sus tareas puede ser replicada por un algoritmo que trabaja sin descanso y sin salario. McKinsey & Company, una firma global de consultoría en gestión reconocida por sus estudios prospectivos sobre tendencias económicas y laborales, proyecta que para 2030 hasta el 30 % de las horas de trabajo globales podrían ser automatizadas, y alrededor del 60 % de los empleos se verán alterados en mayor o menor medida. Estudios recientes advierten además que los trabajos administrativos, de oficina y de servicios profesionales son los más vulnerables, mientras que las ocupaciones que requieren contacto humano directo —como salud, educación o cuidados personales— muestran mayor resiliencia frente a estas transformaciones.
En la práctica, esto nos coloca frente a un mundo de productividad dividido en dos niveles. Por un lado, las empresas y trabajadores con acceso a la IA aceleran su eficiencia y consolidan posiciones de privilegio. Por otro, millones de personas quedan atrapadas en empleos de baja calidad, sin posibilidad de competir con la velocidad y precisión de las máquinas. La consecuencia más evidente es una brecha salarial creciente: los salarios altos se vuelven más altos, los bajos más frágiles. Y aquí aparece un riesgo aún mayor: no se trata solo de que algunos ganen más, sino de que una parte significativa de la población quede excluida del sistema productivo en el mediano plazo.
Las soluciones que hoy se discuten van desde la renta básica universal hasta impuestos a la automatización. Todas tienen virtudes y límites, pero coinciden en una idea central: necesitamos instituciones capaces de repartir con justicia los frutos de la tecnología. El desafío no es elegir una receta única, sino combinar estrategias que permitan que el salto en productividad se traduzca en más bienestar colectivo.
Otro frente crucial es la educación. Ya no basta con preparar a los estudiantes en una disciplina específica: los sistemas deben volverse más flexibles, promoviendo competencias transversales como el pensamiento crítico, la adaptabilidad y la capacidad de aprender y desaprender. De hecho, la experiencia histórica muestra que cada ola tecnológica reconfigura no solo los mercados laborales, sino también las instituciones que sostienen el contrato social. En este sentido, la IA exige un rediseño de los mecanismos de protección y de las políticas activas de empleo, capaces de reconectar a quienes queden desplazados con nuevas oportunidades productivas.
Es importante tomar en cuenta que un exceso de productividad sin una adecuada redistribución puede derivar en una caída de la demanda agregada, en tensiones sociales por la pérdida de empleos y en un estancamiento del crecimiento a largo plazo. En términos económicos, la verdadera riqueza no se reduce al volumen de bienes y servicios producidos, sino a la capacidad de esa producción para sostener niveles de ingreso, consumo e inversión que mantengan la cohesión social y el desarrollo equilibrado. Sin una demanda efectiva suficiente, la productividad adicional puede convertirse en desempleo y subutilización de recursos.
La IA no puede asumirse como un destino inevitable, sino como un proceso que requiere conducción política, visión de largo plazo y responsabilidad social. El reto no es detener la innovación, sino adaptarnos para que funcione en favor de mayor bienestar colectivo.
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