“Si el habla no habla, hay que hacerla hablar. Sin palabras ¿cómo el animal social se puede realizar en su naturaleza? La palabra que comunica, esta será una de las principales preocupaciones de la poeta.”
“Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? ¿por qué estás tan lejos de mi salvación de las palabras de mi clamor?” (Slm. 22:1). El grito ha sido lanzado y sólo nubarrones grises responden al llamado. La indiferencia del hombre es evidente; la divina es desoladora. Pronúnciense largos discursos o filosas expresiones, pero hay siempre algo quebrado en el camino. Esquivamos la úvula y comenzamos a escarbar garganta abajo, buscando la glándula defectuosa o ese error en el espíritu que hace muda toda palabra pronunciada. Esta fue una de las expediciones más arduas que se pueden encontrar en la poesía, particularmente la de María Mercedes Carranza.
Hija de un ilustre poeta que, mientras pintaba estrellas en el cielo, de camisa negra lustraba manchadas botas. María Mercedes escoge su propio camino y, sin adherirse a ningún círculo o tendencia poética del momento, camina, en sus primeros libros, machete en mano, a destazar sin miramientos, corte directo a la yugular interna, a la poesía oxidada que se escribía aún en el país. La poeta se levanta como parricida, lanzando por un abismo la tradición poética y, con ella, la cabeza de su padre que ahora cuelga más en libros de historia que de poesía.
No más trinos en el bosque, no más rosas batidas por vientos veraniegos, ni bellezas etéreas encorsetadas en las formas asfixiantes de la poesía moderna. El hombre es arrojado sobre la tierra y confrontado desde su cotidianidad, la cual, a su vez, le coloca en situaciones límite como la violencia y la muerte: “Ese amor no se hace como la primavera/a punta de capullos/y gorjeos. Se hace cada día/con el cepillo de dientes por la mañana,/el pescado frito en la cocina/y los sudores por la noche.” [Muestra las virtudes del amor verdadero y confiesa al amado los afectos varios de su corazón].
La consagración está hecha y el cielo sigue enmudecido. La palabra se vuelve una de las prioridades en la obra de Carranza, aunque el fracaso se anuncie desde el principio:
[…] Sies cierto que alguien
dijo hágase
la Palabra y usted se hizo
mentirosa, puta, terca, es hora
de que se quite su maquillaje y
empiece a nombrar, no lo que es
de Dios ni lo que es
del César, sino lo que es nuestro
cada día […] [Métale cabeza]
Si el habla no habla, hay que hacerla hablar. Sin palabras ¿cómo el animal social se puede realizar en su naturaleza? La palabra que comunica, esta será una de las principales preocupaciones de la poeta. Tal vez dejando madurar la palabra escrita, así como se añeja el buen vino en la oscuridad de una cava, lograría recuperar su propósito más elemental y articulador de cualquier sociedad. Pero pasa el tiempo y sus fuerzas decaen. Su fe en alcanzar su propósito no madura para devenir fruto corrupto: “No le tengo confianza/a mis palabras./Flotan muertas ahora/ante sus ojos,/simulan decir/quieren hablar/intentan parecer.” [Nunca es tarde]
A medida que sus fuerzas van decayendo, la extenuación crece con cada atentado, cada masacre y cada muestra de la capacidad que tiene un pueblo por desmembrarse a sí mismo, pieza por pieza, gota a gota, con todo el sadismo y autodesprecio que una suicida Colombia de finales del siglo pasado se pudiera demostrar. Y si en un principio la esencia de la creación poética en María Mercedes residía en devolver a la palabra su propósito original, haciendo de la poesía su instrumento, sus obras de finales de los ochenta y noventa, coronadas con el célebre libro “El canto de las moscas”, son signo de una desesperanza que se fue marcando profunda hacia el silencio que entre estertores de cortadas profundas y precisas lanzan bolas de papel a un gigante de fuego y hierro: Caen los cuerpos/en Miraflores/caen los sueños./Miraflores:/cementerio de sueños. [Miraflores]
De allí en adelante se puede decir que el proyecto ha fallado. Consciente o no de su resultado, la poesía de María Mercedes Carranza es la lucha perdida de una palabra que fracasa en su intención comunicativa. Alcanzar al otro se hace tarea confusa y violenta, donde se le subyuga o se es subyugado, haciendo de esta lógica amo-esclavo la confirmación de la tendencia pecadora del hombre, o aquella que le lleva a violentarse a sí o al otro. La sangre se hace imperativa, necesaria; con ella la sociedad, inviable. En esto justifica la poeta su apelativo a Colombia como un “no-país”.
¿Qué queda ahora? Posiblemente este sea el gran descubrimiento que el lector de Carranza pueda hacer en su poesía, y es que todo hombre está esencialmente solo, y la palabra, cuando debería ser su gran herramienta, es su gran obstáculo: “[…] en mis palabras busco oír el sonido/de las aguas estancadas, turbias/de raíces y fango, que llevo dentro.” [Cuando escribo, sentada en el sofá]. Encerrado en sí y mecido al arbitrio de la interpretación, habita el hombre entre extraños, aun esperando mientras mira al cielo la respuesta divina que no llega, y que, más bien, le indica que el sol no saldrá hoy. Ve, entonces, dale una daga a tu prójimo y descubre tu pecho a ver si no te apuñala. Tal vez en el amor la palabra signifique realmente algo.
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