Para quienes no hemos sufrido el conflicto armado en el país, todo el renombrado Proceso de Paz ha sido sencillamente una noticia de relevancia nacional, no más. Para las personas que sí sufrieron, el Proceso significó que las guerrillas, el paramilitarismo y el ejército dejaran de amenazar sus vidas durante los enfrentamientos armados, cesaran los secuestros, extorsiones, arrebato de hijos para formar filas en cualquier de los tres bandos descritos.
Acabo de leer “La Oculta” de Héctor Abad Faciolince; es bueno leer lo nacional y mejor si es de alguien que escribe bien, aun mejor si es de los que te impregna de historia colombiana y te hace recordar que aunque el país es maravilloso, aquí hay historias que por dolorosas que parezcan, se necesitan contar para que jamás las olvidemos.
Siempre he tenido una fascinación por Antioquia, por lo diferente que es Medellín del resto del país, del verde, lo abrupto de sus montañas, en comparación con los desiertos y la planicie en La Guajira –de donde soy-; pero con cada libro que he leído de Abad, he comprendido que cada diamante tiene sus imperfecciones, Antioquia también las tiene. Una región con algunos pensamientos retrógrados, con tanta pobreza visible en la ciudad más innovadora del mundo, con tantas personas con cicatrices en el alma por tanta violencia que han sufrido.
Sus libros, sumando ahora “La Oculta”, me han permitido reenamorarme de La Guajira, tierra de la que tanto reniego, pero en la que nací, de dónde es mi madre y donde me procrearon mis padres; la tierra donde reina la corrupción, pero donde está un Cabo de la Vela, una Punta Gallina y un bosque enano endémico. Tierra de Kikos, de Oneidas y Cielos Redondos, pero tierra de acordeoneros habilidosos, jóvenes entrones y mujeres particularmente bellas. Creo que todo enamoramiento es maduro, cuando siendo consciente de las impurezas, se sigue queriendo. Abad muestra las oscuridades de Antioquia, y ahora respeto de otra forma ése departamento; he aprendido a ver todo el océano de luces de La Guajira, y no solo a enfocarme en las tristes sequías que siempre veía.
El libro me permitió recordar, que muchas veces, en mi niñez, cuando veía esporádicamente el noticiero, veía imágenes de secuestrados famélicos y familiares que morían del dolor durante la eterna espera (Como ocurrió con Cobo, esperando a Lucas). Me hizo recordar los panfletos que dormían y silenciaban a pueblos enteros. Volvió la sensación de dolor que me daba al escuchar en una emisora a una madre que le hablaba a un hijo secuestrado, sin saber jamás si le hablaba a un corazón latiendo o a un ser ya muerto. Recordé las familias que llegaban a las ciudades a pedir limosna porque las sombras ilegales -y legales- las desplazaban de sus tierras. Tantas historias heroicas de personas que huían de sus verdugos… Tantas dolorosas fotografías que afortunadamente ya no veo en televisión ni escucho en radio.
El libro me hizo oler el café de la columna vertebral del país, pintada de verde y encumbrada como el copete del Rey Guajiro; comprendí que los encantos deben superar las “fealdades”; que la Paz es muchísimo más significativa que la guerra, así muchos sigan renegando de ella, renegando desde la ignorancia y la ausencia total de la empatía por los que sí vivieron asesinatos, desplazamientos, secuestros y extorsiones.
Me alegra pensar que ahora hay muchísimas “Ocultas” sin ser quemadas, y más familias sin ser atormentadas. Me gusta pensar que la Antioquia de Abad es resiliente, y aunque el país –así como el final del libro- esté envuelto en la neblina, seguramente al final podamos ver con claridad.