“Mientras Trump se enfrasca en una guerra comercial trasnochada, Pekín consolida su influencia en lo que históricamente fue el “patio trasero” de Washington”
Desde su llegada a la política, Donald Trump ha convertido los aranceles en un estandarte de su visión económica. Su fe inquebrantable en el proteccionismo como herramienta para “revivir” la industria estadounidense ha marcado su presidencia. Sin embargo, lejos de fortalecer a EE.UU., su obsesión con los aranceles refleja una miopía peligrosa: ignora el debilitamiento estructural de la economía estadounidense y acelera el repliegue geopolítico frente a China.
Trump prometió que los aranceles a China —y a otros socios comerciales— traerían empleos fabriles y reducirían el déficit comercial. La realidad fue distinta: según estudios del National Bureau of Economic Research, los costos recayeron sobre consumidores y empresas estadounidenses, que pagaron precios más altos por productos intermedios y bienes de consumo. La Tax Foundation estimó que sus aranceles redujeron el PIB en 0,2% y eliminaron 166.000 puestos de trabajo.
Peor aún, China no cedió. Reorientó su comercio hacia Asia y Europa, diversificó proveedores (como Vietnam o México) y aceleró su autosuficiencia tecnológica. Mientras Trump celebraba “ganar” la guerra comercial, Pekín ganaba en estrategia a largo plazo.
El proteccionismo de Trump es un síntoma de un problema mayor: la economía estadounidense ya no puede competir solo con músculo industrial. Sectores clave como los semiconductores o las energías limpias dependen de cadenas globales, y resucitar fábricas obsoletas con aranceles es insostenible. La deuda pública récord (34 billones de dólares), la inflación persistente y la desindustrialización estructural exigen políticas más sofisticadas que impuestos a las importaciones.
Además, los aranceles alienan a aliados. La UE, Canadá y México respondieron con medidas retaliatorias, fracturando alianzas comerciales críticas en un momento en que Occidente necesita unidad frente a China.
Mientras Trump insiste en aranceles, China despliega una diplomacia económica agresiva: el acuerdo RCEP (el mayor bloque comercial del mundo), inversiones en África y América Latina, y liderazgo en energías verdes. Su PIB ya supera a EE.UU. en paridad de poder adquisitivo, y el yuan gana terreno como moneda global.
En los últimos 15 años, China se ha convertido en el principal socio comercial de Brasil, Chile, Perú y Uruguay, además de ser el mayor acreedor de países como Venezuela y Ecuador. Su foco de inversión en carreteras, puertos y energía (como la hidroeléctrica de Ecuador o el tren bioceánico en Perú-Bolivia), control de litio (Argentina, Bolivia, Chile), cobre (Perú) y soja (Brasil), acuerdos tecnológicos, becas universitarias y respaldo político a gobiernos de distintos signos ideológicos, es decir, región donde China avanza a paso firme con inversiones, préstamos y diplomacia comercial. Mientras Trump se enfrasca en una guerra comercial trasnochada, Pekín consolida su influencia en lo que históricamente fue el “patio trasero” de Washington.
Mientras tanto, EE.UU. sigue viendo la región con desdén o solo como fuente de materias primas, sin ofrecer una alternativa real al modelo chino. La obsesión arancelaria de Trump no es solo económica; es geopolítica. Al centrarse en impuestos a las importaciones, EE.UU. pierde de vista la verdadera batalla: la competencia tecnológica, la influencia financiera y la construcción de alianzas. Mientras China invierte en el futuro, Trump clava a EE.UU. en el pasado.
Los aranceles pueden ser un instrumento puntual, pero no una estrategia. La economía estadounidense necesita innovación, inversión en infraestructura y cooperación con aliados, no aislamiento. El error de Trump es creer que imponer aranceles es sinónimo de poder. China, en cambio, entiende que el poder económico se ejerce con inversiones, mercados cautivos y alianzas duraderas. Si EE.UU. quiere contrarrestar la influencia china en Latinoamérica, debe dejar atrás el proteccionismo simplista y ofrecer un modelo atractivo: uno que combine acceso a tecnología, financiamiento sostenible y comercio justo.
La próxima batalla no se gana con muros arancelarios, sino con ideas, infraestructura y cooperación. Latinoamérica no esperará eternamente, si EE.UU. no actúa con visión estratégica, China seguirá escribiendo las reglas del juego.
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