La noche en que perdí mi fe en el sistema educativo

En algún momento de mi vida decidí retirarme del colegio para dedicarme a leer y a aprender. Con toda la frialdad del caso, recibí burlas y la ironía de quienes veían en ese acto una clara paradoja. Desde un destino fracasado hasta una especie de muerte académica me auguraron durante días y noches.

En algún momento de mi vida decidí retirarme del colegio para dedicarme a leer y a aprender. Con toda la frialdad del caso, recibí burlas y la ironía de quienes veían en ese acto una clara paradoja. Desde un destino fracasado hasta una especie de muerte académica me auguraron durante días y noches. Y parecía que ni siquiera mi silencio desafiante podría sofocar el presagio.

Cuando las dudas y la presión social exacerbaron mis ánimos, me vi de nuevo en un aula, con las filas rectas hacia el tablero y las ansias de contradecir mi propio Oráculo de Delfos. Y, como a Edipo, las líneas del destino me movían incuestionablemente hacia un choque inexorable, una ruptura que no podía despreciar. Creía que me escapaba de la premonición cuando en el fondo se preparaba el escenario perfecto para lo álgido. Iba a luchar por la educación, desde adentro y con fuerzas renovadas.

Tanto antes de salir como después del reingreso, me encontré predicando una nueva verdad. Una que revelaba el verdadero fin del sistema educativo diseñado como nos tocó a nosotros, uno que más que conocer prefiere aceptar y obedecer, uno que privilegia la memoria y la técnica por encima del cuestionamiento y la inocencia de la comprensión de la propia ignorancia. Estuve ad portas de convertirme en un obsesionado con las palabras de Estanislao Zuleta y toda su teoría sobre la educación, la democracia y los autómatas.

Pero contra todos los pronósticos, logré graduarme y rendirle pleitesía al sistema con las ilusiones reverdecidas e intactas. Ahora, en medio de un discurso que daba en la ceremonia de graduación del bachillerato, muy pocos recordaban que pocos años atrás me habían condenado al fracaso, a la desavenencia de no creer ni en mi nueva verdad. Juré vencer ese sistema, ganarle la batalla por la educación.

Pero todas esas dudas no son comparables con la inquietud de muchos cuando pocos años después de esa graduación volví a la escuela en condición de maestro, con la esperanza renovada en el sistema y con el ánimo de reconciliar una vieja batalla perdida. Firme ante este propósito, me enfrenté de nuevo a las aulas y me decidí a borrar esa imagen que la rebeldía había grabado en mí frente al tipo de educación colombiana.

El escenario indudablemente no era muy distinto al que dejé. Pero sólo llegué a entender la dinámica que me planteaba el destino cuando me percaté una noche, en plena calificación de unos exámenes finales, que leía el mismo texto una y otra vez. Mismo argumento, misma redacción. Una cachetada de la realidad me hizo volver a pensar en aquella formación de educar con el desdén por aprender, que presenta como aburridora experiencia la magia de preguntarse y derribar dogmas. Y que, en reemplazo de todo eso, erige un monumento a la competencia, al resultado, a la desigualdad y a la nota. ¡Me encontraba a un viejo enemigo!

De nuevo, era ocasión de voltear la silla y refunfuñar como años atrás. Pero ahora desde la otra perspectiva. Un fracaso como este solo puede dimensionarse si se mira desde los diversos ángulos que se puedan. Como aquel pez Beta que está constantemente pegándose contra el espejo, de nuevo chocaba con el sistema y quedaba atolondrado en medio de la desidia educativa y el constante esfuerzo malgastado.

Pero se equivocan quienes creen que el sino y el destino trazado es simplemente la lección de alguien que varias veces ha chocado contra la misma barrera y que ahora sencillamente ha perdido la esperanza en la educación como salida para nuestro país. Por el contrario, he comprendido que, como el pez que choca constantemente contra el espejo que delimita su pecera, hay que seguir chocándose hasta quebrar el vidrio. Y en cada intento, el impulso por reventarlo debe ser mayor.

Ahora, aparentemente desesperanzado, maldigo el sistema educativo y juro no creer más en una reforma desde su interior, aunque muy en el fondo comprendo que hay unas tiras del destino y la convicción que siempre me llevarán hacia una nueva y cada vez más fuerte colisión con el sistema, hasta que logre romperlo y transformarlo o hasta que él logre romperme y transformarme. No importa eternamente chocarse si la meta es invariable, al fin el choque más que sinónimo de fracaso es indicio de intento. Peor es quedarse quieto si se ven las grietas por todas partes, peor es renunciar si se sabe que hay una única salida.

 

 

 

 

Simón Pérez Londoño

. Estudiante de Ciencias Políticas y representante estudiantil en el Consejo Directivo de la Universidad EAFIT. Ha sido editor(2013) y director(2014) del Periódico Nexos de la misma institución y ha participado en el programa Taller de opinión del diario El Colombiano. Pertenece al semillero de investigación en Política Internacional del departamento de Gobierno y Ciencias Políticas de EAFIT. Apasionado por temas como la ética política y aprendiz de escritor de literatura.

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