El lunes es el peor día para los impacientes. Si comenzar otra semana les es mortificante, esperar a alguien que no llega a tiempo es una experiencia traumática, y más en un país como este, donde la impuntualidad es el reloj que muchos llevan puesto en la muñeca.
Yo, impaciente y puntual, viví dicha experiencia un lunes de 2010, que ahora no recuerdo con exactitud si fue en mayo o agosto. Después de llegar al Parque de Bolívar, encender un cigarrillo y sentarme en el atrio de la Basílica Metropolitana, conté con mi pie derecho los minutos que se pasaron de las cinco y media de la tarde, hora en la que quedé de encontrarme con tres amigos para ir a un taller de poesía en la sede de la Corporación Prometeo. Los golpes secos sobre el escalón no trajeron a mis amigos, pero si a un hombre que había visto en las solapas de algunos libros.
Vestido con una camisa azul cielo y un pantalón negro, era conducido por la mano de un hombre igual de viejo que él. Sus ojos, cubiertos por unos lentes de marco negro, miraban de extremo a extremo al Parque mientras el viento sacudía su pelo canoso.
¿Ese es Fernando Vallejo?- Me pregunté, luego de mirar el reloj de mi celular. A pesar de detallarlo bien, no estaba seguro si él era el narrador en primera persona de los ángeles y demonios que se pasean por Medellín, pero algo me decía que estaba viendo al considerado genio maldito por unos y viejo cantaletoso por otros.
Y justo cuando se quitó sus lentes corroboré mis sospechas, así fueran falsas; ese hombre que caminaba con la lentitud de un carro en hora pico era el mismísimo Fernando Vallejo.
Me resigné a que mis amigos llegarían tarde y me paré de donde estaba sentado para acercármele a Vallejo.
Quise saludarlo, pedirle un autógrafo, preguntarle cuándo publicaría por fin su último libro, si volvería a hacer cine y si Colombia lo persigue en su casa de Ciudad de México, a pesar de haber renunciado a la nacionalidad colombiana.
También quise pedirle uno o tres consejos para tener en cuenta a la hora de escribir, y contarle que la finca de su familia, La Batea, ubicada en La Mesa, una vereda del municipio de Támesis (Antioquia), era vecina de la de mis abuelos y que mi mamá lo veía tras la ventana de su casa, cuando él iba a Támesis para visitar a Merceditas, una amiga suya.
Pero yo, además de puntual e impaciente, soy muy tímido y por eso decidí quedarme en mi sitio para no interrumpir su lenta caminata con mis sandeces de escritor principiante. Su mirada se detenía en algunos puntos del parque, como si buscara en ellos los días azules borrados por los edificios grises o los años de indulgencia que le debía a la vida y la muerte. En sus ojos no había el mismo fuego secreto que quemó al Bolívar de bronce, sino la tristeza que se diluyó en el río del tiempo. Vallejo no lucía como el escritor que hacía temblar a los auditorios con sus peroratas, sino el niño que quería tocar las teclas de un piano, así fuera invisible.
Unas palomas volaron alrededor suyo y Vallejo se fue de ahí, antes de que las campanas de la Metropolitana anunciaran que eran las seis de la tarde. Yo me quedé pensando si había visto al irreverente escritor o a uno de sus fantasmas, si en vez de la mirada triste de Vallejo mis ojos se encontraron con la de alguien que conocía los rincones más insospechados del Paraíso y el Infierno.
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