La consulta popular que tuvo lugar el pasado 26 de marzo en el Municipio tolimense de Cajamarca avivó el debate en torno a la actividad minera en el país. Y no es para menos, toda vez que el escrutinio de la votación en la que participaron 6.296 ciudadanos, arrojó como resultado que un 97.9% de ellos se pronunciaron en desacuerdo con que en dicho Municipio “se ejecuten proyectos y actividades mineras”. El blanco principal de este rechazo a la minería en este caso tiene nombre propio, el proyecto de gran minería de La Colosa, ubicado en el cerro La guala y operado por la multinacional AngloGold Ashanti, con un potencial de 28 millones de onzas de oro troy.
En la medida que el Código de Minas (Ley 685 de 2001), además de darle a la actividad minera el carácter de “utilidad pública e interés social”, dispuso en su artículo 37 que “ninguna autoridad regional, seccional o local podrá establecer zonas del territorio que queden permanente o transitoriamente excluidas de la minería”, dicha competencia le quedaba reservada a la Autoridad Nacional Minera. Ello dio pié a una colisión de competencias entre la Nación y las entidades territoriales, la cual derivó en una proliferación de demandas contra dicha norma.
Como no sólo la política es dinámica sino también la jurisprudencia, pues la Corte Constitucional, después de reiterados fallos dejándola en firme, terminó declarando inexequible el artículo 37 de la Ley 685 de 2001 (Sentencia T-445 de 2016), dándole con ello un espaldarazo a las entidades territoriales, que con ello adquieren un gran empoderamiento como autoridad minera. Resolvió la Corte Constitucional que las entidades territoriales poseen la “competencia para regular el uso del suelo y garantizar la protección del medio ambiente, incluso si al ejercer dicha prerrogativa terminan prohibiendo la actividad minera”. Al respecto cabe decir que hay distintas interpretaciones entre los expertos.
Ahora que, merced a los fallos de las altas cortes, las entidades territoriales están llamadas a asumir nuevas competencias, las mismas no están preparadas para ejercerlas, por lo que es menester desarrollar capacidades y competencias técnicas para que de esta manera cuenten con mayores y mejores elementos de juicio en la toma de decisiones atinentes a la actividad extractiva. No todo se puede reducir a la convocatoria de consultas populares sin que medie siquiera la deliberación y el debate por parte de sus órganos colegiados (asambleas y concejos), amén de las organizaciones sociales y gremiales. Para ello se requiere un replanteamiento de la gobernanza de los recursos naturales, que pasa por un fortalecimiento de su arquitectura institucional y funcional.
Después de estas providencias de las altas cortes el escenario es otro, pues dejan sin piso las demandas reiteradas contra los actos administrativos proferidos por los alcaldes para convocar las consultas populares, los cuales dieron lugar incluso a investigaciones disciplinarias a varios alcaldes. Detrás de Cajamarca vienen en camino una docena de consultas similares más, amén de las que están en ciernes contra la industria petrolera y el sector eléctrico, con los mismos argumentos. Ahora la discusión se centra, no en la competencia para excluir la actividad minera en todo o parte de su territorio, sino en dos aspectos primordiales, el alcance de la decisión que se toma a través de dichas consultas y la conveniencia de que la política pública en materia minera se defina a través de las urnas. Y, desde luego, la gran preocupación que invade a la industria minera y no sólo a esta sino también a los demás sectores es que con esos cambios súbitos de jurisprudencia, que atentan contra la seguridad jurídica, sumados a la incertidumbre que comportan dichas consultas, pueden conducir a la parálisis de la actividad productiva y a ahuyentar la inversión.
Es a todas luces inconveniente supeditar la actividad minera o cualquier otra a consultas cuyos resultados no admiten término medio ni matices, o es blanco o es negro. De allí que compartamos con El Espectador su consideración en el sentido que “la consulta niega cualquier minería, incluso la que pueda elaborarse de manera sostenible”. Ello lleva a posiciones extremas que no le hacen bien al país, porque no permiten el discernimiento. Mientras la minería formal debe cumplir con las estipulaciones de Ley y se ha de ceñir a las normas legales, particularmente aquellas que protegen el medioambiente, la extracción ilícita del mineral está fuera de control, empezando porque al no tener un título que la ampare escapa al radar de la autoridad minera.
No se puede perder de vista lo que representa el sector minero para la economía nacional, 2.1% del PIB, que le ha reportado a las finanzas públicas en el último lustro ingresos por $8 billones, que emplea directamente 350 mil personas, pero que si se suman los puestos de trabajo generados en toda la cadena estamos hablando de más de un millón de personas las que dependen de esta actividad. Esta actividad ocupa sólo 4.4 millones de hectáreas, el 3.8% de las 114 millones de hectáreas con las que cuenta Colombia, de las cuales sólo 2.2 millones están en explotación y a duras penas 500 mil hectáreas están siendo intervenidas. Es de anotar que el 50% de la totalidad de los títulos otorgados por la autoridad minera corresponden a materiales de construcción, los cuales son extraídos por la pequeña y mediana minería.