La Ley 30 del 28 de diciembre de 1992 —aprobada bajo el gobierno de César Gaviria— reflejaba la entrada de la educación como un componente más de la economía de mercado, es decir, un servicio y no un derecho fundamental; en otras palabras, la educación no se regiría por la oferta, sino por la demanda. Dentro de la lógica propia de la economía de mercado, esta situación excluía, de plano, a la mayoría de la población en relación al derecho a la educación —superior, en este caso—, por no tener recursos para solventar la oferta de las diversas universidades o instituciones de educación superior, mismas que proliferaron en la era aperturista de Gaviria. De hecho, una de las instituciones privadas que creció en ese tiempo fue la Cooperativa de Colombia, cuyo dueño era, precisamente, César Pérez García, quien para la firma de esta ley de neoliberalización de la educación en Colombia era presidente de la Cámara de Representantes.
Este impasse en cuanto a la educación como un derecho fundamental brindado por el Estado estableció un modelo darwiniano para la selección de los estudiantes a la educación superior pública; para la muestra, en el Artículo 5 del título primero de dicha ley reza que “La Educación Superior será accesible a quienes demuestren poseer las capacidades requeridas y cumplan con las condiciones académicas exigidas en cada caso”. Los efectos de esta competencia por cupos han dejado una estela de millones de jóvenes sin acceso al sistema de educación superior; en promedio, hoy ingresan a las universidades públicas del país entre el 5 % y el 8 % de los jóvenes que se presentan, los demás entran al mercado educativo siempre y cuando tengan con qué pagar, o se convierten en “no futuro”.
Con el fin de encontrar soluciones frente al crecimiento de los gastos de sus ejes misionales, muchas universidades en Colombia entran en la competencia del mercado a través de las consultorías y la venta de servicios educativos; ello implica que muchos docentes deban dedicar buena parte de su plan de trabajo a estas labores que representan, en algunos casos, un autofinanciamiento institucional de hasta el 50 % de los gastos de funcionamiento de las IES públicas.
Contrario a esta precariedad, vemos que algunas universidades públicas latinoamericanas aparecen en los primeros puestos de ránquines internacionales de medición de la calidad educativa y accesibilidad, situando así la educación como derecho fundamental: la Universidad de São Paulo en Brasil (USP) —con 592.160 alumnos—, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) —con 373.182 alumnos— y la Universidad de Buenos Aires (UBA) —con 347.280 alumnos— son algunas de ellas. Una de las más importantes características de estas universidades, para lo que estamos planteando, es que tienen una inversión estatal de entre el 4 % y el 6 % del PIB, lo que se refleja en gratuidad, calidad, cobertura e impacto social, todo acompañado por un decidido financiamiento estatal.
Ahora, la educación en Colombia viene desfinanciada desde el mismo momento de creación de la proclamada Ley 30. Al día de hoy, el desfinanciamiento histórico acumulado alcanza los 17 billones de pesos, y algunas universidades encuentran en profundo riesgo su funcionamiento. En cuanto a la Universidad de Antioquia, en particular, las propuestas de ayuda son coyunturales, pues se requiere una reforma estructural a la Ley 30 del 1992, no solo pensada en términos de lo presupuestal, sino también respecto de los ejes centrales del gobierno universitario, el cierre de brechas, la presencia en los territorios, el enfoque de género y diversidades, entre otros, para lograr el fin de la educación como un derecho fundamental.
Por lo anterior, es imprescindible que el movimiento por la educación superior oriente sus acciones hacia una organización, movilización y agenda estratégica tendientes a lograr un cambio estructural de la Ley 30 de 1992. Si bien actualmente el Congreso de la República parece no tener la intención de que esta iniciativas pasen, la coyuntura electoral que se avecina será de crucial importancia para persuadir a los legisladores acerca de la trascendencia de la educación como eje de la transformación social, política y cultural. Igualmente, el Gobierno del Cambio debe escuchar este llamado de la juventud en pro de una educación superior como derecho y como alternativa de construcción de paz y ciudadanía.
Comentar