
“La promesa de Trump de revivir la industria estadounidense a fuerza de aranceles puede tener un costo impensado: el debilitamiento de la confianza financiera que sostiene el orden internacional desde 1945.”
En política y economía, la nostalgia puede ser una mala consejera. Especialmente cuando se convierte en el motor de decisiones que ignoran el presente para revivir un pasado que ya no existe. Donald Trump, fiel a su estilo, ha vuelto a encender el discurso del nacionalismo económico: fabricar todo en casa, castigar las importaciones, imponer aranceles, y así —según su promesa— devolverle a Estados Unidos la gloria industrial del siglo XX.
Pero el mundo de hoy ya no es el de entonces. Las cadenas globales de producción, la digitalización de la economía, la especialización del trabajo y la interdependencia entre países hacen que esas ideas resulten no solo ineficaces, sino peligrosas. Y lo peor es que ese tipo de políticas no se quedan en el terreno de lo simbólico. Tienen consecuencias reales que hoy ya están comenzando a sentirse en los mercados financieros globales.
La guerra comercial de Trump no solo resulta cuestionable en términos económicos, sino que podría generar efectos colaterales sobre la estabilidad del sistema financiero internacional. Uno de los riesgos más relevantes —aunque aún en el terreno de la hipótesis— es el debilitamiento de la confianza en la deuda del gobierno estadounidense, la cual ha operado durante décadas como un pilar del orden económico global.
El núcleo del argumento de Trump se basa en una visión nostálgica: traer de regreso los empleos industriales que hicieron grande a Estados Unidos durante el siglo XX. El problema es que esa economía ya no existe. Y más aún, no puede existir en los términos que él plantea.
Durante décadas, China —y otros países asiáticos— desarrollaron complejas cadenas de suministro, lograron economías de escala impresionantes y construyeron una infraestructura logística y tecnológica que hoy es incomparable en costos y eficiencia. No es simplemente que los salarios sean más bajos: es que la especialización, la integración vertical, la experiencia acumulada y la red global de proveedores convierten a China en el corazón del aparato manufacturero del mundo. Intentar competir con eso desde cero, en territorio estadounidense, es tan absurdo como pretender volver a los automóviles con carburador o reemplazar las computadoras con máquinas de escribir.
Estados Unidos ha evolucionado hacia una economía predominantemente terciarizada. Su fortaleza actual no radica en la producción masiva de bienes, sino en la generación de conocimiento, la innovación tecnológica, los servicios financieros avanzados, la biotecnología, la inteligencia artificial, la educación superior de excelencia y el dominio de plataformas digitales globales. Estos sectores han sido determinantes para sostener el posicionamiento económico y tecnológico de Estados Unidos en el escenario internacional, gracias a un ecosistema profundamente integrado que combina universidades de clase mundial, financiamiento de riesgo, redes de investigación y un entorno institucional que favorece la propiedad intelectual y la atracción de talento global.
China, sin duda, ha avanzado con fuerza en muchas de estas áreas, y su estrategia apunta también al liderazgo tecnológico. Pero el error sería suponer que Estados Unidos puede sostener su competitividad regresando a una lógica industrial propia del siglo XX. La ventaja de una economía avanzada no está en la capacidad de producir más acero o textiles, sino en generar valor desde el conocimiento, fijar estándares globales y proteger su soberanía digital. Frente al ascenso chino, la respuesta estratégica no debe ser el proteccionismo arancelario, sino la inversión sostenida en capital humano, investigación y tecnología. Volver a las fábricas de los años cincuenta no es un acto de independencia económica: es un retroceso histórico que debilita, en lugar de fortalecer, la posición estadounidense.
Por otra parte, la retórica de confrontación del presidente Trump ha encendido las alarmas en los mercados financieros. En las últimas semanas, los inversionistas han reaccionado con inquietud. Los índices bursátiles han mostrado señales de fatiga, pero lo más preocupante ha sido el comportamiento de los bonos del Tesoro estadounidense. Tradicionalmente considerada como el activo más seguro del mundo, la deuda pública estadounidense, históricamente considerada un refugio seguro, comienza a generar dudas en los mercados internacionales.
Para entender la gravedad de este giro, vale la pena explicar por qué los bonos del Tesoro son tan importantes. Cuando el gobierno estadounidense necesita financiar su gasto —ya sea para infraestructura, seguridad social, gasto bélico, etc.— emite deuda. Los bonos que vende son adquiridos por inversionistas institucionales de todo el mundo, con la confianza de que Estados Unidos siempre pagará. Esa confianza ha permitido que el país acumule niveles de deuda altísimos sin mayores consecuencias… hasta ahora.
Con el retorno de la guerra comercial como amenaza, sumado a déficits fiscales crecientes y una polarización política que parece no tener fin, el mercado ha comenzado a exigir tasas de interés más altas para seguir prestando. Es una señal clara de que algo se está rompiendo. Cuando se percibe que un país puede volverse impredecible —en su política exterior, en sus decisiones económicas, en su cumplimiento de compromisos financieros— los inversionistas globales tienden a retirarse. Y si dejan de comprar bonos del Tesoro, o peor aún, empiezan a venderlos, se produce una reacción en cadena: aumentan las tasas de interés, se encarece el crédito a nivel mundial, se desestabilizan los mercados y se arrastra consigo a la economía global.
Ray Dalio, uno de los analistas más lúcidos del sistema financiero contemporáneo, ha advertido que Estados Unidos está entrando en un terreno desconocido. Según él, el país ha llegado a un punto de quiebre donde el exceso de deuda, la fragmentación política interna y la pérdida de liderazgo internacional pueden converger para provocar una crisis sistémica. No sería una crisis como las anteriores. Sería una crisis de confianza, y eso la haría sumamente peligrosa.
Lo que nació como retórica electoral se ha transformado en una amenaza real al corazón del sistema financiero global. Y lo más preocupante es que muchas de sus consecuencias aún no se han manifestado del todo. Si el mundo llegara a perder la fe en la deuda de Estados Unidos, también se erosionaría una de las referencias más estables del sistema financiero internacional desde la posguerra. No sería una caída estrepitosa, sino el inicio de una reconfiguración global, donde el liderazgo económico de Estados Unidos dejaría de ser un ancla de estabilidad para convertirse en una fuente de incertidumbre.
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