“Las energías renovables son, se quiera o no, parte del futuro global.”
La palabra ‘desarrollo’ se ha convertido en un término que inunda los discursos políticos, las propuestas emancipatorias y las lógicas privadas capitalistas. El desarrollo ha adquirido un carácter polisémico y por tanto conflictivo ya que se pueden presentar colisiones entre significados opuestos o mutuamente excluyentes cuando se incentivan proyectos, se destruyen territorios o se generan políticas públicas. Así pues, la lucha sobre el desarrollo no es sobre si hacerlo o no, sino en la forma predominante en que debe realizarse.
Por tanto, su uso más que ser retórico, es una acción práctica que se refleja en el mundo social de diferentes maneras. Su uso ha implicado, por ejemplo, una cartografía de la exclusión, es decir, una restructuración geográfica a partir de un término o factor que diferencia y fragmenta la realidad mediante la desigualdad; así, bajo esta lógica algunos países se autoproclamaron como ‘desarrollados’, mientras que otros fueron denominados en ‘vías de desarrollo’ y ‘subdesarrollados’.
Esa cartografía de la exclusión incluso no sólo estableció un centro y una periferia, sino que en el caso extremo generó tres mundos económicamente distintos, que demostraba las grandes brechas entre unos y otros. Sin embargo, a pesar de estas fragmentaciones y clasificaciones economicistas y eurocentradas, el desarrollo se presentó de diferentes maneras en cada país; su pluralidad de formas radica en las condiciones particulares de cada Estado-Nación sobre cómo entender el desarrollo y sobre todo cómo ejercerlo.
Esto último resulta medular, es decir, la forma en que cada sociedad decide desarrollarse ya que independientemente de la aparente fragmentación, existe todo un cúmulo de relaciones sociales, productivas, económicas, culturales, políticas e históricas que interrelacionan al centro y la periferia, a los tres mundos, a los diferentes Estados-Nación. Esta compleja malla de relaciones genera nuevas disputas en tanto aquellos desarrollados intervienen de diferente manera en los que se encuentran en vías de desarrollo; las formas en que aparecen estas manifestaciones pueden ser sutiles y en algunos casos imperceptibles. Un caso concreto son las energías renovables.
Esta es una nueva forma en la que las relaciones de desigualdad y sometimiento se presentan entre países que fundan buena parte de su desarrollo en relaciones de explotación, depredación y acumulación capitalista, por ello, en esta ocasión se hace una reflexión sobre los conflictos socioambientales entre la industria privada que fomenta megaproyectos de energía renovable y los movimientos sociales en defensa del territorio.
Las energías renovables en México: historia y disputa
No cabe duda que el contexto global obliga a que los Estados-Nación implementan acciones que permitan trascender sus economías y modelos de producción de servicios y productos a unos de carácter sustentable que permitan reducir el impacto ambiental y a la par generar un desarrollo económico y social.
Las energías renovables son, se quiera o no, parte del futuro global. Sin embargo, los conflictos socioambientales que se ha desatado en México alrededor de estos llamados ‘polos de desarrollo’ no están encaminados al cuestionamiento de la viabilidad de este tipo de transición energética, sino en las formas y procesos bajo los cuales se desarrolle todo este sector productivo en el país.
De esta manera, el problema en esta tensa relación entre la sociedad y la industria privada deriva de la lucha simbólica sobre lo que es el desarrollo y los sacrificios/inversiones que deben realizarse para llegar a obtener el adjetivo nacional de un país desarrollado.
En México, desde la primera década del siglo XXI, ha sido un país atractivo en términos de inversión privada trasnacional sobre las energías renovables. Los primeros proyectos estuvieron realizados en diferentes estados, entre los que destaca Oaxaca, el cual es potencialmente rentable por el potencial eólico que posee en lugares específicos como el Istmo de Tehuantepec. No obstante, ante el frenesí del desarrollo sustentable se dejó de lado los impactos sociales y ambientales que se podrían generar con la llegada de estos complejos enclaves económicos.
El marco normativo a inicios del siglo XXI no consideraba el factor social como un elemento potencialmente reivindicador o disruptivo para los megaproyectos… así se dio el boom eólico. Capitales europeos (español, alemán, inglés) y estadounidenses fueron los primeros en asentar parques eólicos y fotovoltaicos en México. Pronto, los conflictos trascenderían los territorios para llegar a la opinión pública: sobornos, contratos amañados, amenazas para vender/rentar tierras agrícolas y de propiedad colectiva, malos pagos en el arrendamiento de tierras y los numerosos problemas de orden social dieron paso a revisar el problema que se venían generando a partir del desarrollo de esta industria.
Muchos de los problemas radicaban en el hecho de que, al no existir procesos de sanción o que obligaran a los promotores de dichos megaproyectos, éstos ofrecían como políticos una cantidad inimaginable de promesas: escuelas, despensas, dinero, arreglo de infraestructura, desarrollo y crecimiento económico en la zona, pero que al tener la aceptación y con la puesta en marcha de la iniciativa, cada vez era más difícil ver esas promesas materializarse a tal grado de asumir esta propuesta de desarrollo como una nueva forma colonial de despojo y explotación hacia las comunidades mayoritariamente rurales.
Los movimientos sociales en contra de estos megaproyectos luchaban no sólo por una cuestión económica, sino por un estilo de vida y un territorio que se veían profundamente modificados con la llegada de estos desarrollos tecnológicos que aprovechaban el espacio para fines privados. El paisaje, el estilo de vida, los potenciales efectos en otros ámbitos productivos y los efectos negativos en la flora, fauna y población en general se convirtieron en fuertes demandas para para estas iniciativas.
Entonces, la disputa no sólo es sobre la desigual distribución de los beneficios económicos y sociales de estos proyectos, sino una disputa sobre las formas en que el desarrollo se manifiesta: una primera visión sobre el desarrollo es técnica, fundada completamente en el proceso mismo de la acumulación capitalista mediante la mercantilización de recursos naturales que antes no podían ser explotados por falta de desarrollos tecnológicos; la visión contra la que choca está conformada por un conjunto de cosmovisiones sobre el desarrollo en tanto relación armónica y no depredadora hacia la naturaleza, donde confluye el desarrollo como una forma de ser/estar en y con el territorio.
Ante los movimientos sociales de resistencia y lucha por el territorio y la vida, el Estado mexicano tuvo a bien reconocer la falta de un marco regulatorio que diera certeza de que estos megaproyectos efectivamente generarían desarrollo en las zonas. De allí fue que se creó la Evaluación de Impacto Social (EVIS) como un recurso de carácter obligatorio para la aprobación de proyectos de energías renovables en el país.
Con este diagnóstico se recopilaban las demandas de la población y se comprometía a la empresa a realizar un plan de gestión social que pudiera coadyuvar al desarrollo y crecimiento de la región; sin embargo, aunque la herramienta ha ayudado a minimizar los conflictos, ésta no los ha evitado por completo ya que la forma en que opera es mediante internalizar las externalidades a través de la valoración económica de la vida, el tiempo, el espacio y los recursos que allí existen. ¿Cuánto vale el estilo de vida que cada uno de nosotros lleva? ¿Cuánto vale el futuro territorio que se heredará a los que vienen? Preguntas detonantes de muchas reflexiones, y en el caso mexicano de una cantidad de luchas que van más allá de lo material.
Reivindicar una posición disidente al desarrollo económico neoliberal ha implicado una organización social que busca salvaguardar una forma de ser/estar en sociedad.
Actualmente, estos megaproyectos han seguido creciendo en la medida de la experiencia que han adquirido sus promotores; ellos prefieren arrendar tierras más que comprar; invertir en proyectos en el centro y norte de México más que en el sur; en promover proyectos lejos de zonas donde haya población indígena por la resistencia que presentan ante estos megaproyectos por su cosmovisión; a realizar procesos de negociación más que prácticas que fragmenten a las comunidades. No obstante, aún con estas lógicas el desarrollo de sus iniciativas se ven cuestionadas y sopesadas con sus antecedentes depredadores que premiaron el capital sobre la distribución de los beneficios.
Conclusión
El desarrollo económico se ha reivindicado sobre otras formas de entender el desarrollo. Esto ha generado que emerjan disputas sobre cómo desarrollarse y bajo qué implicaciones; en el caso mexicano se ha visto a lo largo de 20 procesos una tensa negociación y reivindicación por mantener estilos de vida cultural y legítimamente válidos que se ven en riesgo por la colonización de estas nuevas formas generación de energía y capital.
Este escenario se comienza a replicar en América Latina con miras a incrementar el conflicto entre quienes promueven estos megaproyectos y quienes defienden una forma alternativa de ser/estar en sociedad en y con la naturaleza. La lucha que se genera alrededor de las propuestas de megaproyectos de energía renovable no está, insisto, por una renuencia al desarrollo y específicamente al desarrollo sustentable, sino a los sacrificios e implicaciones que derivan de estas opciones. Una vez más no es el hecho, sino la forma en que se desarrollan estas iniciativas privadas y los beneficios socioambientales que se generan al respecto.
Por lo tanto, este conflicto lejos de reducirse permanecerá constante por un tiempo desconocido; sólo hasta que haya un acuerdo sobre el desarrollo y forma de llevarlo acabo es que se podrá dar sentido a formas compatibles de desarrollo social, económico, ambiental y cultural.
Las energías renovables deberán sobreponer el beneficio ambiental y social sobre el económico. Sólo hasta ese momento, el desarrollo será visto como una forma equitativa de progreso y no como novedosas formas para mantener y profundizar la histórica desigualdad que se funda, como se ha mencionado en esta ocasión, sobre el desarrollo.
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