Cuando el mago apaga la vela, la oscuridad amedrenta al rey. El oráculo, la adivinación, las justas medievales, la moneda al aire, la dirección del viento o la iluminación divina, juegos físicos o juegos mentales, el diálogo con lo oculto, la alucinación de la seta, los fantasmas y los espíritus; ¡espera, espera que le pregunto a los dioses qué debería hacer! Los juegos de mesa proceden de ese galimatías en el que la humanidad siempre se ha visto inmersa; el ajedrez no es ajeno a este origen y su aparición en Europa, en la península ibérica, en los tiempos de los reinos cristianos y musulmanes, recoge sin duda esa antorcha de los tiempos arcanos. A finales del siglo trece nos imaginamos el siguiente diálogo entre Alfonso X el Sabio y Moisés, uno de sus desconocidos traductores:
—Mi Rey. ¿Qué queréis?
—Quiero algo que llene mis días, algo que me recuerde que hay vida más allá de las persecuciones y las guerras.
—Tengo lo que me pedís. Lo he visto en Fez y en las soleadas tardes de Marrakech. Puede verse, también, bajo la luz blanca de la luna en las noches claras del desierto, a gentes embelesadas, embrujadas por la atracción fatal de su geometría, desde el Atlas hasta la misma Persia.
—¿De qué me habláis, traductor?
—Os hablo de un maravilloso juego que es como la vida misma, como el alma de la tierra. De un juego que simula las miserias y la astucia de la gente, que enfrenta a reyes y guerreros y estimula el seso, más allá de la ventura. De un juego que puede absorber todas las horas del día, tal es su profunda complejidad. De un juego cuya belleza es inigualable, pues la simplicidad de la simetría de su tablero y las reglas sencillas de los movimientos de sus piezas dan paso a una explosión de tácticas y sacrificios y movimientos como jamás hayáis visto.
–¿Y cómo se llama este juego tan peculiar? ¿Por qué no lo conozco? ¡Habla, traductor, en nombre de tu fe hereje!
Moisés, el traductor desconocido, suspira ante la insistencia de Alfonso; sabe que tarde o temprano, él o sus descendientes volverán a marchar a otras tierras. Los reyes cristianos ponían las guerras en la península ibérica; ellos y sus reinas y sus consejeros y sus ejércitos con sus caballos y caballeros. Y en cada castillo una torre que parecía inexpugnable dominaba el paisaje; la península era un tablero jugado a varias bandas: cristianos contra musulmanes y judíos que aún podían establecer relaciones con la corte cuando no eran perseguidos, instigados por las proclamas papales o de los reyes de turno. En medio de tan desolador paisaje, Ramon Llull, un adelantado de su tiempo, escribía sus filosofías y sus artes magnas y sentaba unas bases lejanas, pero ciertas, para la teoría de la información computacional de donde beberá la incipiente ciencia de la inteligencia artificial a mediados del siglo XX.
El ajedrez trajo consigo un modelo de sociedad, un modelo de conocimiento y un pasatiempo que se tornó a llamar «real» (de la realeza, por supuesto) que reflejaba una gran metáfora de la situación del momento. Lo habían dejado los árabes en la Europa meridional y lo jugaban tropas y cortesanos y reyes. Frente a los otros juegos, era paradigma de la razón, de la inteligencia y así lo entendió el rey Alfonso. En ese diálogo entre un rey que busca conocimientos de sus vasallos herejes, en medio de esas guerras que se hacían en nombre de la fe, el rey y sus traductores terminaron, hacia 1283, el Libro de los juegos, ajedrez, dados y tablas, una recopilación, podríamos decir, de actividades ociosas permitidas por la gracia divina. El libro, como muchos otros que salieron de manos de los traductores de la corte alfonsina, procedía de obras árabes hechas tiempo atrás. Los traductores transmitían la cultura y el conocimiento que traían los árabes del norte de África y más allá hacia oriente, de Persia y la India y hasta de la antigua China, a una península que se había pasado demasiado tiempo absorbida en las guerras y en las inopinadas consecuencias de la misma gracia divina que permitía algunos juegos.
El panorama intelectual del siglo XIII era estrecho: dejando a un lado al mencionado Ramon Llull, la escolástica medieval se debatía en las estériles tierras de la relación entre razón y fe, que aún persiste hoy en día, a pesar de los avances de la ciencia. Los escolásticos de la época que buscaban conocimiento pusieron los cimientos de las primeras universidades (los estudios generales), pero siempre terminaban con la misma apostilla: Philosophia ancilla theologiae, o lo que es lo mismo, afirmaban que por mucho que aprendamos o razonemos, el conocimiento depende en última instancia de Dios. En Al Ándalus, filósofos gigantes como Averroes y Maimónides ya habían dejado una gran huella aristotélica en el pensamiento. Pero las guerras son las guerras y la fe siempre ha sido más poderosa que la razón en estas tierras y con el edicto de Granada de 1492, cuando musulmanes y judíos debieron abandonarlas (Maimónides ya tuvo que exiliarse mucho antes), se acabó por dilapidar las opciones de mantenerse en el juego del mundo como potencia cultural. La Santa Inquisición hizo el resto, hasta ayer mismo.
Sigamos el camino del ajedrez; lo que nos interesa de aquel maravilloso libro, cuyo original descansa en el monasterio de El Escorial, es una pequeña reseña de su introducción. En ella se cuenta cómo un rey de la antigua India pedía consejo a sus sabios acerca de qué era más importante en la vida, si la inteligencia o la suerte. En un delicioso castellano antiguo que se transcribe (me perdonarán los lingüistas) más o menos así, se lee:
El uno dicie que mas valie seso que ventura. Ca el que vivie por el seso, facie sus cosas ordenadamientre e aun que perdiese, que no habie y culpa, pues que facie lo que le convinie. Ell otro dicie que mas valie ventura que seso, ca si ventura hobiese de perder o de ganar que por ningun seso que hobiese non podrie estorcer de ello.
Un tercer sabio le decía al rey, sabiamente, que lo mejor era actuar con inteligencia y dejar que la suerte también jugase un papel en la vida. El rey Alfonso y su corte, influidos sin duda por aquellos libros árabes repletos de sabiduría oriental que traducían a destajo, percibían una diferencia importante entre seso y ventura, entre inteligencia y suerte, entre la lógica de las decisiones y la imponderable fortuna (Ramon LLull, y su arte combinatoria, también lo plasmaría en su magna obra). Más adelante, en la misma introducción, nos cuenta qué hicieron los sabios para mostrar un ejemplo al rey de lo que querían decir:
E el que tenie razon del seso, troxo el acedrex con sus iuegos, mostrando que el que mayor seso hobiese, e estudiase apercebudo podrie vencer all otro. E el segundo que tenie la razon de la ventura troxo los dados mostrando que no valie nada el seso si no la ventura, llegando el homne por ella a pro o a danno.
Desde entonces se utiliza el ajedrez como ejemplo de razonamiento lógico frente a los dados como elemento azaroso; el uso del «seso» y no la «ventura». ¿Pero es esto realmente así? ¿Es el ajedrez, epítome de la inteligencia y la toma de decisiones, una actividad que no deja nada a la suerte, al imponderable, al riesgo y a la intuición personal?
Los jugadores de ajedrez poseen sin duda una apreciación de la posición de las piezas que procede de la acumulación de conocimiento de las partidas jugadas o analizadas. En su conjunto, esta cualidad difícilmente cuantificable configura un feeling, una sensación por la posición, por el riesgo que puede permitirse en un momento dado, por la posibilidad de sacrificar una pieza por la promesa de un ataque imparable. En el momento en que un jugador toma una decisión arriesgada frente a otra más serena está desafiando la lógica. Está empleando, sin saberlo, la filosofía kantiana más canónica frente a la pura lógica aristotélica. Son momentos de descubrimiento intuitivo, momentos en donde no se sabe cómo ni por qué, la decisión se toma en función de las sensaciones. Las combinaciones están ahí para descubrirlas, muchas veces no mediante un razonamiento lógico, sino por una iluminación intuitiva.
David Janovsky uno de los grandes ajedrecistas de principios de siglo XX, después de perder un match con el gran Emanuel Lasker por 8 a 3 dijo de su oponente: «Lasker juega de manera estúpida; me confunde, por eso me gana». En los años sesenta otro genio del tablero, Mikhail Tal, apodado el Mago de Riga, confundiría una y mil veces con sus jugadas intuitivas la inteligencia de sus oponentes. Tanto Lasker como Tal fueron campeones del mundo. El mago apaga la luz y el seso no tiene más remedio que dar paso a la ventura.