«La insistencia permanente de lo que falta»: Diarios de Cuarentena

Lo que falta 

 

Piensas que despertar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que dormir te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el desayuno te va a aliviar / y no te alivia / piensas que el pensamiento te va a aliviar / y no te alivia […] piensas que el sol te va a aliviar / y no te alivia / piensas que llover te va a aliviar / y no te alivia / piensas que conversar te va a aliviar / y no te alivia / piensas que oír las noticias te va a aliviar / y no te alivia (…) / piensas que el tiempo te va a aliviar / y no te alivia

Desiderata, Claudio Bertoni

 

Hay días en que nada te alivia. 

 

En estos tiempos he pensado en el amor. Pero antes que pensar en cualquier cosa, me he aturdido con los imperativos insistentes que circulan en las redes proponiéndonos que “aprovechemos” el tiempo que antes no teníamos: para leer todos los libros de la biblioteca, cultivar un nuevo talento, aprender a cocinar, asistir a innumerables conciertos, hacer yoga, reconectarse con la espiritualidad, y demás distracciones que tampoco te alivian.

Volviendo al amor, he pensado que la cuarentena es también una interrupción, un suspenso indefenso para quienes buscan el amor ¿Dónde encontrarlo? ¿Cómo darse un encuentro casual, inesperado, que acometa y que arrebate? ¿Cómo lanzar un guiño de coquetería, un gesto, una mirada, un silencio, una impostura de indiferencia a un cuerpo que no está presente? Es el intervalo de la no-búsqueda, la búsqueda que se repliega sobre sí misma. De todas formas, es bien sabido que el amor, por más que se busque, no se elige, él acontece, irrumpe, sorprende. Y, con todo, circulamos en el mundo, que ahora no se nos permite circular, sostenidos en la espera de tal cosa misteriosa, del cumplimiento de aquel prodigio por el cual dos sujetos, con sus espejismos, se tropiezan el uno con el otro y son estremecidos en la arremetida espontánea del amor. 

No son como los amorosos de Sabines, que buscan, pero no encuentran; los sujetos de la pandemia están inmóviles, solo pueden ejercer el amague de la búsqueda tal vez en ese espacio –ficticio o no– de las redes sociales. Esa superficie que sostiene las miradas ausentes de otros y en la que, hoy más que hace un mes, proliferan publicaciones de todo tipo que intentan recuperar la consistencia de la imagen propia que, aislada, tambalea. 

Pero… a qué venir con los amores virtuales, esos que nacen inertes, que no tienen piel ni temperatura ni olor ni dimensión. Ni qué decir de favorecer el rencuentro con antiguos amores que ya no son ni la sombra del recuerdo del pensamiento; a lo sumo, el rezago de la nostalgia pueril de quien anhela volver a ser un infante, volver al Edén. Imagino el paréntesis que es este confinamiento, lo que representa en las vidas íntimas de algunas personas. El paréntesis que ha sido abierto pero su cierre es aún incierto, cumpliendo apenas a medias su función; ridículo en su ineficacia, en su mudez, conteniendo la nada.  

Contagiada, a mi pesar, por ese empuje a ser productivos, he querido empezar a guardar recortes para hacer collages, ya que no sé pintar ni me gusta cocinar, pero no lo he hecho. He querido escribir, estoy queriendo escribir, estoy intentando escribir. A veces escribo y, a veces, me entristece saber que no habrá interlocutor, que escribo para nadie. Otras veces, cuando me leo, esa certeza me aliviana. Confieso que tengo miedo de volver al ritmo precipitado y vertiginoso que le antecedía a este aislamiento. Me temo que después no pueda o no quiera escribir como lo estoy haciendo ahora; que se me olvide o no pueda escuchar este miedo que ahora me arrebata, y temo claudicar, con la voluntad de un masoquismo desbocado, ante la recidiva de la automatización de la vida que no es más que el olvido de sí, del deseo, de los otros. 

A decir verdad, no tengo ganas de volver a trabajar, el lugar en el que trabajo ha suspendido sus labores desde hace aproximadamente un mes, dadas las circunstancias, que han revelado el carácter no prioritario de algunos oficios en tiempos en que asistimos al decaimiento de lo prescindible.  Un tiempo para saber callar, para aceptar que no sabemos lo que vendrá, para acoger la incertidumbre, autorizarnos a ese no saber; también para renunciar un poco a la importancia de sí mismo, a esa vanidad. Sé que hay miles de personas que necesitan un trabajo, que no pueden permitirse siquiera no quererlo como yo ahora no quiero el mío de vuelta. Que no pueden interrogarlo, porque están ocupados pensando en cómo sobrevivir y guardarse al mismo tiempo, ante un Estado que ha evadido la asunción de esa responsabilidad.

Me ha animado la belleza que encuentro en la poesía, en algunos gestos cotidianos de mis padres, en los pájaros que se posan en un árbol frente a mi ventana, en la ciudad que alcanzo a ver más nítida por el aire que vuelve a ser invisible, esa ciudad más lejana, más ausente, más ajena. No he vuelto a comprar cosas a excepción de alimentos o insumos de limpieza, me he sorprendido a mí misma ignorando anuncios publicitarios que poco tiempo atrás no pasaban desapercibidos, ante los que obedecía incauta tras su promesa implícita de ¡ahora sí! la felicidad.

En cambio, sí que me han dado ganas de comprar algo que nunca compro: pequeñas piezas de arte, ilustraciones, postales, con la ilusión de que alumbren y llenen de vitalidad esa casa dentro de mi casa, que es mi habitación, en la que duermo, y ahora también, asisto a clases, reuniones, psicoanálisis, grupos varios; allí lloro, sueño, me aburro, me enfurezco. Quisiera contemplar a solas algún placer que nadie atestigüe ni autorice ni rechace. 

De algo me anoticié un día cualquiera del confinamiento, ese en el que ya me era imposible inadvertir, como llevaba inadvirtiendo por años, las particularidades del lugar que habito, o sea inadvirtiéndome a mí misma; sus rincones, su mugre, su amplitud abrumadora, mi desarraigo; descubrir con asombro y entristecerme ante la escasez de algún vestigio de mí misma en mi propia habitación. Miro al frente y una pared blanca e insulsa no me dice nada. Nada. no encuentro alguna cosa que disimule la ausencia de ser o de identidad que me invade. No me encuentro ya en las miradas que no me miran, tampoco me reconozco en ningún símbolo ¿Quién soy? 

Encaro esta pregunta, esta aporía, casi con agrado. Sé que la padezco, que me angustia. Pero qué angustia tan echada de menos, tan necesaria y tan postergada y tan parecida a un consuelo.

Así que he decidido comprar una pintura, un cuadro. Para eso tengo que contactar al vendedor. De repente me da un poco de vergüenza insistir en una averiguación de lo que puede ser absolutamente innecesario en este momento, algo que bien podría esperar al fin del confinamiento, que no estoy hablando de alimento, ni de alcohol, ni de antibacterial, ningún producto de primera necesidad. Aun así, me imagino una porción de belleza acomodada en mi pared blanca y pienso que su cuadratura vendría a ocupar un espacio antes lánguido, triste y sombrío y llegaría para avivarlo, para darle presencia a la soledad. Es una estupidez, pero una estupidez que me ocupa todo el pensamiento: acá falta algo, en esta pared blanca, algo falta. 

Es eso, la insistencia permanente de lo que falta: falta espacio para circular, faltan los abrazos, falta el contacto de las pieles, faltan las visitas, falta tiempo… aun cuando supuestamente nunca habíamos dispuesto tanto de él ¿El tiempo es algo que se tiene (como se tiene o no se tiene un cuadro)? 

Abundan los sueños, en cambio. El mundo onírico se revitaliza. 

Recuerdo una frase de Kundera: “la pintura, tal como él la concebía, era solo uno de los métodos de extraer de la vida lo milagroso; y lo milagroso podía ser descubierto hasta por un niño en sus juegos o por un hombre corriente que anotase sus sueños”. Esta cuarentena me ha puesto a pensar en lo milagroso: en el amor, en una pintura. No sé si soñé que en mi pared colgaba un cuadro bello, de límites imprecisos, colorido y vívido, palpitante, que venía a contrastar con mi desalentado aposento que es mi habitación, que es mi corazón. Mi corazón que se ha detenido ante su falta, se ha reconocido en ella, pero sigue averiguando, indagando, trasegando… porque no se alivia. 

 

Me sigue faltando el cuadro. 

¿Qué me faltará cuando el cuadro no me falte y tampoco me alivie? 

 

-C.V

 

Nota:

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