“Los deportistas están poco cultivados, y los hombres cultivados son poco deportistas. Yo soy una excepción”.
Pier Paolo Pasolin
El fútbol es una práctica —y, ya veremos, una poética— que se empieza a querer desde la infancia. No es una pasión que llega tarde, me parece, sino que viene con uno, casi de fábrica, como el ombligo. La primera seducción, tal vez, puede estar en los deslumbramientos de la pelota, un artefacto único, que tiene entre sus numerosas propiedades la de no caerse jamás. La subo, la bajo, la chuto, la lanzo, la acaricio, ella se eleva, se va para un lado, para el otro, pero, pese a Newton, no cae, como le puede pasar a la crema de un helado o al mismo niño cuando da un traspiés.
Hay, claro, muchas prácticas deportivas con una pelota, pero el fútbol es único, porque, además, tiene un lado insólito: los pies son esenciales. Ah, diríase que entonces no hay pensamiento, cerebro, el uso inteligente (como es el de las manos cuando toman pinceles o bisturíes o teclados…), porque son los pies, o las detestables “patas”, como se les dice en momentos de rabietas y desprecios, las que hay que dirigir, coordinar, domeñar, apuntar, hasta convertir unos impulsos y reflejos, en un ritual maravilloso como es el juego, sí, el juego del fútbol.
Volvamos a la hipótesis. El fútbol es una inclinación que nace en la infancia. Y la pelota, una metáfora del planeta, o de distintas formas del mundo, se convierte en un elemento de alegría, de amistad, de despertares y, quizá lo que es lo principal, de relación con los otros. Se puede decir que uno, de niño, con un balón, o con una pelotita, puede jugar solo, patearlo contra la pared, hacerlo rebotar en el piso, iniciar el dominio del equilibrio, de la locomoción, de los movimientos…
Lo más querible es cuando hay otro con el que se puede intercambiar. Se le lanza la pelota, el otro la devuelve, y se comienza con tenerla un rato, pisarla, el inicio maravilloso de los malabares, del intento por someterla a la voluntad y a la imaginación. Te la doy, me la das. El mundo de las combinaciones, de los intercambios, del juego en últimas. El placer que no tiene límites.
Infancia y juego vienen juntos. Cuando aparece el hallazgo de descubrir cuánta felicidad se puede lograr con una pelota, con compartirla, con tener a otros que la poseen y la distribuyen, hay ya, por qué no, elementos de la sociabilidad, de las relaciones en que sin saberlo aún se va reconociendo un espacio. Y ahí, en esas situaciones de fascinación, está entonces el espacio: la acera, la calle, la esquina, la reunión, la concertación. “Vamos a jugar pelota”, se decía.
No recuerdo cuándo tuve mi primera pelotita. Hubo elementos que la antecedieron, como carros de madera, antifaces luminosos, bolas de cristal (incluidas aquellas en que uno podía ver el mundo y sus maravillas; todavía no sabíamos de guerras y cosas así) y alguna guitarra en miniatura. Las pelotas iniciales eran pequeñas, coloridas, y carecían de la personalidad que tienen las de fútbol (aunque sean de trapo, de cartones y medias veladas, de carey, en fin). Pero servían como un objeto (más que un juguete) de iniciación.
Como en la infancia íbamos en mi familia de una casa a otra, de un barrio a otro, todos con mangas y baldíos, con espacios infinitos, con mucho cielo y mucho suelo, entonces las primeras emociones estaban en la práctica de “potrero”, con unas pelotas pequeñas y en las que con mi hermano Rodolfo (yo era el mayor, él el segundo de cuatro hermanos) practicábamos chutes en un lote o solar contiguo a la casa, de ventanas verdes y fachada sin repellar, en el barrio El Rosario, muy cercano a un lugar que en Bello la gente de hace años denominaba El Calvario.
Otra casa en la que el intercambio mediante una pelota fue de mayores proporciones estaba en un sector que llamaban La Cachera (había una fábrica cuya materia prima eran los cachos de reses, y confeccionaban con ellos desde perinolas y peines hasta veleros de fantasía y carabelas de antiguos viajeros). Por allí, detrás de una escuela enorme (o así nos lo parecía), la Rosalía Suárez, había una manga sin límites. Los primeros partidos los jugamos allí, en jornadas inacabables.
Por aquellos días, inicios de la década prodigiosa, ya había oído hablar más que del Santos de Pelé, del Peñarol, el equipo de la camiseta amarilla y listones negros. Y algunos muchachos de las barriadas las lucían, no porque las trajeran de Uruguay sino porque sus mamás, casi todas buenas confeccionistas, se las hacían. Y entonces, de las primigenias prácticas en aquellas inmensidades verdes, en las que, por otra parte, había espacios en la que la gente arrojaba basuras, pasamos a jugar partidos que empezaban por la mañana y terminaban a medianoche, en la manga del Carmelo, un barrio que tenía filtros de acueducto y muchas fincas de frutales en los alrededores.
Aquellos encuentros, de casi todos los días, se intensificaban los fines de semana, y ya teníamos noción de pertenecer a un barrio. Por eso, en ocasiones, había los llamados “desafíos”, que en Bello denominaban “selección” (¡hey!, “selección”, era el grito cuando se iba de caminada y se pasaba frente a una cancha en la que se estaba disputando algún “picado”). Eran partidazos con todas las ganas. Estaba en juego la identidad del barrio o, en algunos casos, la de la cuadra.
Así entonces, al tiempo que estábamos en la escuela, el fútbol era nuestro pan cotidiano, nuestro alimento de emociones, nuestra manera de existir y de encontrarnos con los demás. Si bien había cantidades de juegos en la calle, era el de la pelota el que nos seducía, nos convocaba y nos hacía vibrar. Se nos fue volviendo esencial. La infancia con la presencia ineludible de una pelota, que, como si fuera poco, nos alentaba la imaginación y la creatividad (¿cuál creatividad? La de la invención de gambetas, de pases, de fintas y hasta de truculencias y picardías), nos cultivó los afectos por el fútbol y aprendimos que una pelota, en general, no se patea, se acaricia, como después supimos que lo dijeron desde Di Stéfano (para muchos, el mejor futbolista de todos los tiempos) hasta Corbatta, el rey del “chanfle”.
Enamorarse del fútbol (a lo mejor habrá casos en que también sea el origen de un odio hacia ese deporte) está conectado con la infancia, con el ejercicio tremendo de la imaginación sin riendas y con las ensoñaciones propias de ese período de la existencia. Digo que la pelota tiene tantas propiedades, entre ellas, la de transformarnos en trapecistas, en juglares, en bululúes, en acróbatas callejeros y en amigos.
Ese momento cumbre, que es la infancia, también es el de las inclinaciones, fervores y apasionamientos por un equipo de fútbol. Pero esa es otra historia. Por ahora, solo se trataba de un paseo por la edad de la inocencia, cuando una pelota parecía un cometa inesperado caído del cielo.
(Escrito en Medellín el 6 de marzo de 2022)
Comentar