A pesar de que Marx murió hace 137 años, la campaña política actual por la presidencia en los Estados Unidos, al igual que la contienda por la presidencia en el 2022 en Colombia (que ya empezó), siguen invocando su proyecto político para causar terror en los electores. Esto muestra que el comunismo se convirtió, en efecto, en un fantasma, pero un fantasma vivo que aún posee un fuerte impacto en el sentido común de la sociedad, de las masas.
“Los astros y los hombres vuelven cíclicamente” escribió Jorge Luis Borges. Sin duda alguna, esto ocurre también con las doctrinas políticas, con las filosofías utopistas, máxime cuando sus demandas siguen irrealizadas y cuando las mismas contienen cierto grado de verdad y de potencia para ser actualizadas. Esto lo entendieron bien los miembros de la Escuela de Frankfurt cuando derivaban el deber-ser, el futuro, de lo que aún no era en la historia, es decir, de las promesas sepultadas por el poder y la ignominia. Este es el caso de la doctrina de Marx, cuyas promesas de futuro tienen aún hoy una gran potencia y un gran significado, pues muchos de sus postulados son fácilmente identificables, calan fácilmente en las masas, los sectores subalternos y populares. Veamos.
Una idea que las personas identifican del marxismo y que es fácilmente aceptada fue la que Marx y Engels plasmaron en El Manifiesto del partido comunista: “El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”. Esto es así porque los gobiernos y el Estado mismo son sólo enclaves sometidos a los intereses del mercado y del gran capital. Y porque la gente del común, que ve corrupción a diario, sabe que los empresarios, que son los mismos dueños de los medios de comunicación ponen gobiernos para que estos defiendan sus intereses minoritarios. En una época de erosión de la democracia, de crisis de representación, donde los partidos se han convertido en carteles electorales y no representan la diversidad de intereses de la gente; donde son los mismos clanes de siempre, las mismas aristocracias, los que llegan al poder, la idea de que el Estado es estado de clase, es fácilmente aceptable. Pocos creen ya, como pensaba Hegel en La filosofía del derecho (1820), que el Estado es la armonización de los intereses privados (con todos sus grupos de poder) y los intereses colectivos.
La otra idea de Marx que llega fácilmente a los sectores populares, es la idea de la lucha de clases. Marx creyó encontrar el secreto del desarrollo histórico mismo cuando sostuvo que “la historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”. El pensador alemán ilustraba esto diciendo sencillamente que siempre han existido dominadores y dominados, quienes lo poseen todo y quienes no tienen más que su fuerza corporal o fuerza de trabajo para vender a cambio de un salario que sólo los mantiene en esa misma posición, sin posibilidades de mejor sus condiciones de vida. Más allá de las modalidades que tomen estas relaciones de poder, estas relaciones de producción, es sencillo comprender que el mantenimiento de esa desigualdad y de esa situación se reproduce gracias al poder político…ese mismo que se toma el Estado para garantizarse sus privilegios.
Por eso el discurso hegemónico, el discurso de los dueños del poder económico y político, pretenden negar esta verdad diciendo que los ricos crean empleo, y que sin ellos los pobres no tendrían trabajo. Pero esta narrativa oculta que previo a ello hay sectores de la sociedad que han heredado la riqueza, la posesión, la tierra; o que han hecho su fortuna a costa del bien público. Desde luego, también hay empresas que surgen desde abajo, pero aquí me refiero a los grandes capitales que han cooptado el Estado y se han asegurado que quienes estén en el gobierno legislen para ellos y defiendan sus intereses.
Marx en su teoría de la “acumulación originaria del capital”, los campesinos en Inglaterra fueron despojados de sus tierras, de sus medios de vida, de esa tierra que les proveía lo mínimo para vivir, y fueron convertidos en cosas que trabajan, en mercancías que sólo tienen su fuerza corporal para vender a cambio de un salario injusto. Lo mismo ha sucedido en América Latina: estas tierras les fueron despojadas a los indígenas con biblia y espada en mano. Los viejos encomenderos se convirtieron en los grandes hacendados, en los grandes propietarios, y después de la Independencia, en la clase política que aún hoy saquea al Estado, y lo usa como sala de juntas para mantener sus negocios. Esta es una idea fácil de entender en nuestra realidad histórica. Y los dueños del poder lo saben, por eso intentan desactivar su potencial con el contradiscurso del “odio de clases”. Quieren hacer creer que una clase odia a la otra, cuando lo que la gente desea es simplemente tener qué comer, dónde vivir, cómo educarse, etc. Al empresario, al terrateniente ganadero le conviene decir que los odian, para así ocultar sus prácticas históricas y reiteradas de despojo, de explotación, de corrupción. El odio de clases es un discurso que usan los dueños del poder político y económico porque se benefician del orden social vigente. Por eso llaman constantemente a la unidad, a la reconciliación, a la armonía, para ocultar las fuertes tensiones y la desigualdad que atraviesa la sociedad.
Hay que decir que la fuerza de la idea de la lucha de clases consiste en que permite identificar a un adversario, a un responsable de las desgracias de la sociedad. Es claro que la sociedad ya no se divide fundamentalmente en dos, como vio Marx en el siglo XIX, entre proletariado y burguesía, pues también hay clases medias, campesinos, burocracia administrativa, empleados honestos de oficina que viven del Estado, emprendedores, comerciantes, etc., pero esa existencia solo le agrega complejidad al análisis de la formación social y de sus tensiones, al análisis de los intereses de los distintos sectores. Lo real y concreto es que unos tienen y otros no, que unos viven bien y otros sobreviven. Eso es lo que ve la gente. Ahora, hoy no se acepta ya esa idea binaria de la sociedad, y más bien se postula que las clases sólo existen en la medida en que ciertos sectores articulan sus demandas, sus intereses diversos, es decir, hoy no se acoge la existencia de las clases en sí mismas, sino que el escenario político, antagonista, el terreno de confrontación entre sectores sociales, solo existe cuando toman conciencia y se organizan. De todas formas, se crea un nosotros y un ellos que constituyen los términos de la disputa política de la sociedad.
Lo que más reticencia produce del modelo de la lucha de clases en el pensamiento de Marx es la toma del poder por parte de los desfavorecidos en la estructura social y de la violencia intrínseca que esa toma implica. Eso es lo que se llama socialismo. Marx no negó la violencia, pues las grandes revoluciones, como la inglesa o la Revolución francesa, fueron violentas. La democracia liberal, con sus libertades, y los derechos sociales de los cuales hoy gozan los trabajadores en el mundo, la libertad de los negros y los derechos de las mujeres, todo eso se ha conquistado con bastante sangre. Desde luego, hoy se buscan maneras pacíficas, democráticas, para tramitar conflictos y ganar derechos, pero no siempre los dueños del poder económico y político están dispuestos a hacer concesiones y a redistribuir, por ejemplo, la riqueza para el beneficio de las mayorías. Entonces, los pobres, los condenados de la tierra entienden que el uso de la violencia no es un privilegio exclusivo de quienes usan al Estado como una junta, o de quienes usan a la fuerza pública, el llamado monopolio legítimo de la violencia para sofocar y reprimir cualquier intento de cambio y transformación. Los privilegiados usan las instituciones para asegurarse privilegios, es la violencia institucional. Sin embargo, frente a estos discursos surge la evidencia de que la violencia es irreductible en la sociedad, así como el conflicto, de que el fundamento mismo del Estado es el monopolio de la violencia, pues ese privilegio se le traspasa al Estado para así evitar la guerra de todos contra todos o la guerra civil como pensó Hobbes; de que puedo ejercer violencia en legítima defensa, como se acepta en derecho penal, o de que no está descartada la violencia para cambiar el régimen político, tal como se aceptaba en la filosofía política medieval donde era legítimo asesinar el rey que se ha convertido en tirano (regicidio).
Por otro lado, la gente entiende muy bien, así no sea con una lectura filosófica profunda de los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, ideas como la alienación: por ejemplo, que el trabajador no es dueño del producto de sus trabajo, ni de sí mismo; que entre más trabaja más se embrutece, que la competencia en el capitalismo lo enajena no sólo de los otros seres humanos, sino también de la naturaleza, pues el capitalismo destruye, como dijo Marx en El capital, las dos fuentes de riqueza: el hombre mismo y el planeta con sus recursos. En pocas palabras, que el sistema económico actual convierte al hombre en una cosa que trabaja; o, también, en una cosa que se endeuda y que consume desaforadamente mientras arrasa los bienes comunes.
El marxismo (el de Marx, no el de Stalin y tantos otros dictadores) por otro lado, también dibujó una alternativa de existencia, de vida en común, por lo menos, cualitativamente superior a la actual con todos sus males. Esto es así porque, si bien Marx no escribió mucho sobre qué sería el comunismo (que es un orden social más allá del socialismo de Estado que es lo único que ha existido hasta hoy), su organización política, etc., en algunos párrafos de su obra esbozó algunas líneas fundamentales de lo que sería este orden social. Por ejemplo, en La ideología alemana Marx y Engels escribieron: “en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar; por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar; sin necesidad de ser, exclusivamente, cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos”.
Más allá de dedicarse a cazar, que ya es inadmisible hoy, quien lea este párrafo con detenimiento, “entre líneas” como exigía Nietzsche, puede inferir de él varias cosas, a saber, que: 1) en la sociedad comunista, o aquella de la doctrina de lo común, las personas deben poder dedicarse a lo que les gusta, a aquello en lo cual puedan “desarrollar sus aptitudes” y talentos, de tal manera que el trabajo sea goce y no una carga; 2) en ese modelo, es la sociedad o la comunidad misma auto-organizada la que tiene un pleno control racional sobre el proceso productivo (la economía) y el proceso social (la vida política, en común), lo cual quiere decir que se dominan las fuerzas externas que condicionan al hombre, como el mercado y sus imposiciones financieras, sus crisis, su lógica meramente acumulativa y de ganancia. Esto implica que en lo fundamental 3) prevalece el bien común, los intereses colectivos, sin que el todo social aniquile al individuo y sus posibilidades creativas o sus aptitudes, pues de ser así el sistema entraría en contradicción lógica con el punto uno.
Estos puntos están complementados con otras afirmaciones de Marx realizadas en Los Grundrisse (publicado en alemán sólo entre 1939-1941), obra que antecede la redacción de El capital. Allí postuló la necesidad de reducir al mínimo el tiempo de trabajo, lo cual se produciría gracias a los desarrollos de la tecnología. En pocas palabras, Marx previó que la automatización generaría un tiempo libre. La cooperación, la creación colectiva, las fuerzas sociales, el trabajo social, se articulan como en una orquesta sinfónica y se ponen al servicio de la liberación humana, de la superación de las necesidades y del desarrollo de las capacidades intelectuales del ser humano (artísticas, científicas, creativas). La nueva sociedad no es, entonces, como se ha pensado, la destrucción de todo lo existente, la sociedad de la miseria, etc., sino que parte de muchas de las conquistas de la civilización; es, ante todo, una sociedad artística, de muchos posibles, como lo expone Estanislao Zuleta en su libro Arte y filosofía. Invitación a la búsqueda.
Para Marx era claro que el comunismo, que no era el fin de la historia sino el comienzo de una nueva, requería utilizar la riqueza, el nivel productivo, los adelantos y los logros de la ciencia y la técnica modernas, para así conquistar el reino de la necesidad. No era un regreso al pasado o al comunismo primitivo, sino la posibilidad de desarrollar las potencias humanas creando y recreando otro tipo de necesidades, como mostró Zuleta. Marx también era consciente de que “el hombre vive de la naturaleza…la naturaleza es su cuerpo, con el cual debe mantenerse en intercambio continuo si no ha de morir”.
Los anteriores aspectos ponen de presente por qué el mensaje de Marx, a pesar del desprestigio permanente en la prensa corporativa, sigue siendo un fantasma aterrador para los sectores dominantes, y por qué, a la vez, sigue siendo un gran poder narrativo, con un gran poder explicativo, que moviliza afectos y utopías en los sectores populares. De ahí que entre más se ahonden los desajustes en el sistema capitalista, entre más crezcan sus contradicciones internas entre vida y acumulación, entre biopolítica y necropolítica, más aumentará el discurso anti-comunista en las próximas décadas. Eso lo sabe bien el populismo de derecha, pero también lo saben quienes buscan alternativas al neoliberalismo y a los sistemas políticos actuales. De ahí que, estoy seguro, más allá de las críticas que puedan planteársele hoy y del anacronismo de algunas de sus ideas, habrá Marx y marxismo para rato.
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