“Hay que arar con los bueyes que se tienen”, afirma la sabiduría popular. Eso es lo que está haciendo parte importante de la derecha. Le impusieron un proceso constitucional en medio de un estallido revolucionario que se desarrolló, casi invisible, bajo el manto de las protestas masivas en contra de una clase política que podemos clasificar en dos grupos: los desconectados de la realidad y los octubristas que están dispuestos a todo por cambiarla.
Las raíces histórico-políticas de estos últimos se hunden en el fracaso del castro-comunismo allendista y en una vocación por el poder que no conoce límites. De ahí que, una investigación básica de la prensa en los últimos años arroje titulares como los siguientes: Uribe informó a Bachelet por teléfono de nexos de las FARC en Chile (El Mostrador, 15 de septiembre de 2008), PC respalda dichos de Vallejo sobre uso de la vía armada (La Tercera, 18 de enero de 2012) y Los estrechos lazos entre las FARC y el PC chileno que fueron plasmados en casi 300 correos (BioBioChile, 31 de julio de 2015). Nada fue investigado y, como si fuera exprofeso, producto de una conspiración transversal, en 2020, tras la experiencia octubrista, se rechazó el proyecto que obligaba a los partidos a renunciar al uso de la violencia como método de acción política.
En otras palabras, sin que se haya dado ni una sola explicación a la ciudadanía, parte de nuestros representantes avalaron la impunidad de aquellos que tienen entre sus principios de acción la violencia para destruir a su enemigo. Muy malas noticias no solo para quienes sufren del terrorismo en la macrozona sur, sino para todo un país, hoy gobernado por una izquierda que se ha propuesto refundar Chile.
El éxito de la extrema izquierda, apernada en la médula del poder, ha sido el resultado de la mirada bondadosa de un centro político famélico y de una derecha entreguista. Si vemos a este grupo desde la perspectiva de ciudadanos exhaustos por los abusos de las élites, el avance del narcoterrorismo, la inmigración desatada y la inoperancia del Estado, observaríamos sendos pecados por omisión, resultado de tres actitudes: no ver el mal, no oír el mal ni hablar del mal. ¿Cómo se puede lograr una postura en extremo indolente ante la destrucción del país?
Lamentablemente, parecerse a los tres monos sabios que siguen los consejos de Confucio no es resultado de un entendimiento profundo sobre “el golpe de Estado institucional” que ha dado la extrema izquierda. El único que habla en estos términos es Carlos Larraín, pero sus correligionarios siguen en la estulticia de jugar en la cancha rayada por los octubristas, al punto de que, incluso, se les ha ocurrido defender el “Estado social y democrático de derecho” como la forma más sublime de diseño institucional para la colaboración público-privada en la “provisión de derechos sociales”.
Por supuesto, no citan a ningún entendido en el tema, ni se hacen cargo de que es el mismo modelo que instauró Chávez en Venezuela y que, salvo España, no existe en ningún país de Europa. ¿Es que la derecha no sabe distinguir entre Estado benefactor, y Estado social y democrático de derecho? Mi hipótesis es que sí saben y están conscientes del descalabro que se avanza con el derecho garantista, la igualdad sustantiva y el crecimiento de un Estado que funciona como una caja repartidora de beneficios a operadores políticos que no hacen la pega. Entonces, ¿cómo explicar la adhesión de la derecha al discurso de la extrema izquierda?
Una respuesta posible es la existencia de una ilusión gatopardista. En breve, la derecha cree que podrá participar del proceso refundacional iniciado el 18-O vaciando los conceptos de su contenido revolucionario para entregar un texto a la ciudadanía que en apariencia lo cambie todo, mientras, en el fondo, lo mantenga todo igual.
El poder de esta ilusión se entrecruza con el pragmatismo expresado en la frase de la carreta y los bueyes puesta en práctica por los pocos políticos que aún alzaban la voz para denunciar el golpe de Estado institucional y la ilegalidad de la continuación del proceso sin un nuevo plebiscito de entrada. A estos últimos, ¿se les puede juzgar? Miremos las cifras.
Una gran mayoría se tragó el cuento del “Estado social y democrático de derecho” (según la Cadem, más del 80% apoya las bases institucionales). De ahí que parezca no haber otro camino que ser parte del proceso e intentar influir para evitar el éxito de un golpe de Estado que amenaza con institucionalizarse.
Pero el juego es peligroso y, por tanto, es fundamental participar con una actitud responsable y activa en la comunicación de la verdad. Planteado en otros términos, es impresentable que por pragmatismo se mienta con el fin de parecer que se es parte del proceso y poder manipular los contenidos, afirmando que el principio de subsidiariedad es coherente con el derecho garantista en que se inspira el “Estado social y democrático de derecho”.
Es muy peligroso que la derecha y lo que queda del centro político caigan en el cinismo hipócrita de mantener en la paz de la ignorancia a la ciudadanía. El peligro no es ser moralmente incorrecto, sino pasar a amalgamarse con la izquierda revolucionaria a tal punto que la ciudadanía no tenga en quién confiar si el proceso fracasa. En otras palabras, una cosa es ser pragmáticos e intentar cambiar el rumbo del descalabro institucional, y otra, muy distinta, transformarse en voceros de ideas y conceptos propios del socialismo del siglo XXI.
Caer en esta última praxis convencerá a la población de que la izquierda y la derecha unidas, jamás serán vencidas: la historia enseña que ese es el escenario perfecto para el surgimiento de un líder populista y totalitario.
La versión original de este artículo apareció por primera vez en el medio El Líbero de Chile, y la que le siguió en nuestro medio aliado El Bastión.
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