La identidad: la construcción del yo ante la colectividad

“Entre lo que decimos que somos y lo que realmente habitamos, hay una distancia que a veces ni nosotros alcanzamos a recorrer”


Hay momentos en los que nos detenemos frente al espejo y, aunque la imagen es familiar, algo en ella desconcierta. No es el rostro lo que inquieta, sino la sospecha de que en él habita una versión aprendida, domesticada por las miradas expectantes, por los gestos que hemos adoptado para encajar, para ser comprendidos o, al menos, tolerados. Es en este umbral de duda donde emerge la pregunta: ¿quién soy yo?.

En la apertura de esa fisura, al atreverse a sostener un interrogante sin respuestas claras, se comienza a intuir que la identidad es un mosaico complejo, una construcción frágil que refleja la colisión constante entre lo que anhelamos ser y las demandas del colectivo. Entre los pliegues de este teatro llamado sociedad, cada uno de nosotros desempeña un papel asignado, a veces elegido, otras veces impuesto, en un escenario donde las luces brillan intensamente sobre la máscara que hemos aprendido a usar. Pese a ello, en el silencio de los bastidores, cuando el telón cae y las luces se apagan, nos enfrentamos a la realidad desnuda de quiénes somos realmente, y a la dolorosa disonancia entre nuestra verdad y la imagen que proyectamos al exterior.

La reflexión sobre la identidad nos conduce inevitablemente al cuestionamiento de su naturaleza ¿es la identidad una realidad estática, un principio inmutable que define nuestra esencia desde el nacimiento hasta la muerte? o, como sugieren López y Rodríguez (2014), es un proceso dinámico en permanente transformación. Esta última perspectiva revela la identidad como una construcción fluida, un río que se adapta al cauce por el que corre, moldeado por las piedras, la tierra y las corrientes que encuentra a su paso. Pero, ¿quién decide la dirección de estas aguas?

López y Rodríguez (2014) plantean que la identidad social se configura en una tensión constante entre lo igual y lo diferente, entre lo que compartimos con los demás y lo que nos distingue. En este juego de espejos, la identidad no se diluye en el otro, pero tampoco permanece intacta; es una amalgama de influencias externas e internas, de aceptación y rechazo, de conformidad y rebeldía. Aun así, esta configuración no está exenta de violencia simbólica: “La constitución de una identidad siempre se basa en la exclusión de algo y el establecimiento de una jerarquía violenta entre los dos polos resultantes” (López & Rodríguez, 2014, pp. 103-104). En esta dialéctica de inclusión y exclusión, nos vemos forzados a adoptar ciertos roles, a encarnar papeles que, aunque distantes a nuestra condición más íntima, se convierten en parte de nuestra identidad, en la máscara que mostramos al mundo, en una época donde la heterogeneidad es un bien escaso, pero, una conquista reservada para aquellos que osan contradecir los moldes impuestos por el entramado cultural dominante.

Ahora bien, el teatro, lejos de ser un simple entretenimiento, expresa, en su forma más sutil, el pulso mismo de la vida. Desde nuestra unicidad actuamos en este escenario social. Al proceder de este modo, la imagen que refleja el espejo deja de pertenecernos y quedamos presos en una contienda incesante contra la voz que llevamos dentro. La mente se fragmenta, perdiendo coherencia y claridad, la convicción se disuelve en la duda, y el cuerpo, vacío, se convierte en mero vehículo de una existencia desprovista de sentido. “Como describen López y Rodríguez (2014), en este acto de conformidad social, “el individuo desaparece para transformarse en una pieza más de la maquinaria (…) las caras llevan todas la misma máscara y las voces producen el mismo grito” (p.142). En este movimiento colectivo, en esta danza al unísono donde todos nos movemos al mismo ritmo, la individualidad se desdibuja, y nos convertimos en sombras de nosotros mismos, representaciones de lo que se espera que seamos, cuerpo social que no deja espacio para la diferencia, para la autenticidad.

Empero, en medio de esta vorágine, surge la necesidad de liberación. La verdadera tragedia no radica en el hecho de interpretar un papel, sino en la incapacidad de desprendernos de él cuando ya no nos sirve, cuando se transfigura en una celda que clausura la manifestación genuina del ser. La voz interior, aunque opacada, persiste. Permanece agazapada, aguardando el momento de ser escuchada, de alzar su grito por encima del murmullo colectivo. El desafío consiste en reunir la entereza para confrontar los mandatos sociales, para apartar de sí aquellos roles que nos fueron asignados sin consentimiento. Tal emancipación no es sencilla, pero sólo entonces es posible una existencia que no se defina por las expectativas de terceros sino por la fidelidad a lo que, silenciosamente, nos constituye.

Este viaje, aunque arduo, es un proyecto que bien merece ser iniciado, porque en la búsqueda de nuestra verdadera identidad, encontramos la libertad de ser, de existir, de vivir no como un personaje en una obra ajena, sino como el autor de nuestra propia historia.

Referencias:

López, H. & Rodríguez, C. (2014). Identidad individual y colectiva. Revista Digital de Ciencias Sociales, Vol. I (n°1), pp. 99-107.

https://www.academia.edu/9305653/Identidad_individual_y_colectiva

Hubert, H. & Mauss, M. (1979) «Esbozo de una teoría general de la magia», en M. Sociología y antropología, Madrid. Tecnos

Guadalupe Galeano Gallego

Normalista Superior y estudiante de Licenciatura en Ciencias Naturales; apasionada por la lectura y su capacidad de revelar lo que se oculta tras lo aparente. Me conmueven las escenas sencillas del día a día, donde la belleza se esconde en gestos mínimos y silencios breves.

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