La herida que dejó la guerra

Una mañana cálida y soleada, explanada ante las casas de los vecinos, está sentado en la tumbona el abuelo, es alto y esbelto, de facciones fuertes y de manos trabajadoras que reflejan la experiencia de ocuparse del campo. El abuelo señala el cielo con su bastón: allá arriba, sobre el cielo azul, aparecen algunos puntos plateados que apenas resultan visibles. Desde la lejanía llega a mis oídos un rumor, una estridencia cada vez más trepidante, un ruido como de un motor; por primera vez en mi vida había escuchado algo parecido, nunca había visto un helicóptero.

De repente, en las proximidades junto al bosque, suena un estruendo terrible, oigo con qué estrépito estallan las bombas (solo más tarde me percato, que se trata de dichos artefactos. Un niño que no conoce ni siquiera el cine, que no sabe leer ni escribir y que nunca ha oído hablar de la existencia de guerras y de armas mortíferas, ignora cualquiera de estas situaciones) y veo cómo saltan por los aires racimos de tierra gigantescos. Quiero correr hacia este espectáculo extraordinario que me deja atónito y fascinado, pues todavía no tengo ninguna experiencia en la guerra y no sé unir en una misma cadena de causas y efectos aquellos brillantes aviones de color gris plateado; el estruendo de las bombas y los plumeros de tierra que se elevan hasta las copas de los árboles, con el acechante peligro de muerte.

Así, que echo a correr hacia el bosque, ese extraño lugar donde caen y explotan las bombas, pero un brazo me agarra por el hombro y me tira al suelo, “sigue agachado no te muevas” …, oigo la voz temblorosa de mamá. Recuerdo cómo al apretarme contra su pecho, me dice algo cuyo sentido se me escapa y por el que me propongo preguntar más tarde: “Ahí está la muerte, su voz y sus inocentes espectadores”.

Tengo mucho sueño, pero no se me permite dormir, tenemos que irnos, hay que huir, ignoro a dónde, pero comprendo que la huida se ha convertido para el mundo entero en una necesidad definitiva, incluso, en una nueva forma de vida. Todos los caminos y las carreteras se han llenado de carros, carretillas, mulas y caballos, bultos, maletas, bolsas, personas aterrorizadas e impotentes que deambulan sin orden. Todos huyen en direcciones distintas y extenuados caen dormidos, pero después de descansar un rato, recuperan el aliento y reúnen fuerzas para retomar el caótico deambular sin fin.

Estamos frente a un paisaje cada vez más siniestro. A lo lejos, la línea del horizonte aparece cubierta de humo y, pasamos junto a pueblos abandonados, casas solitarias y hogares calcinados; atravesando desolados campos de cultivos cubiertos por armas, sangre y órganos. Hay un penetrante olor a pólvora, a quemado. Hacia donde dirija la mirada, me encuentro con cadáveres de caballos.

El invierno es tan solo una temporada de lluvias, es el preludio para el florecimiento de los campos, pero para los desgraciados y los infelices, es una catástrofe, un infierno en la tierra, ya que, no hay comida y las personas tienen hambre y frio, este último generado por las lluvias lo que desencadena actos violentos, como robar para comer. La muerte, representada en la incesante lucha por sobrevivir, nos demuestra que, nuestra vida ahora vale tanto como un pedazo de pan o de una taza de café; “Cuando lo importante realmente comienza a importar.”

Y otra vez a ponerse en camino, después de muchas travesías, sin poder contactarnos ni siquiera con fuerzas militares; juntos nos dirigimos a una casa abandonada, sin luz y sin agua. Cuando oscurecía nos acostábamos, ni siquiera teníamos una vela. El hambre nos había acompañado desde que salimos de nuestra casa, yo no perdía la oportunidad de poder coger algo, una zanahoria, un plátano, lo que fuera.

Durante los conflictos soñé con un par de tenis, como los que estaban de moda en esa época, ¿Cómo tenerlos? ¿Qué se debe hacer para tener unos tenis blancos? Tengo la planta de los pies curtida como un cinturón de cuero; la sorpresa del estadillo no me dio tiempo de calzarme y como si fuera poco, ni siquiera el miedo me permitió pensar en hacerlo.

Por mucho tiempo pensé que aquél era el único mundo, que no había otro, que la vida era así. Es entendible: Eran mis años de infancia y parte de mi adolescencia, en la que uno comienza a tomar conciencia de las cosas. De ahí que me precise, que no era la paz sino la guerra el estado natural del universo, incluso el único posible. La única forma de existencia se veía reflejada en la necesidad de huir, padecer el hambre y miedo, en la mentira y los gritos, en el desdén y el odio; todo ello formaba parte del perpetuo orden de las cosas que constituían el sentido de la vida y la esencia del ser.

Por eso, cuando dejaron de gritar las armas y los hombres detuvieron la destrucción a su propia especie, todo parecía estar en silencio, aquella mudez sorpresiva que no podía interpretarse. Algunas voces decían: “por fin llegó la paz”. Por mi parte, era demasiado pequeño para recordar la paz cuando se acabó la guerra; hasta ese entonces, solo conocía el infierno en la tierra.

«En memoria de las víctimas, los testigos de la violencia, los desplazados de sus tierras, los indignados de la violencia. En honor a Colombia y a ese niño que vivió en el conflicto y a su vez, en la historia».


Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/teoboterovallejo/

Mateo Botero Vallejo

Editor de conflicto y geopolítica en Al Poniente

Periodista con un enfoque sólido en el conflicto armado y la geopolítica, con experiencia en periodismo de investigación y políticas internacionales.

Reconocido con los premios CIPE y APE en 2022, por la objetividad y el análisis riguroso en investigaciones y reportajes periodísticos. Ávido lector de las columnas de Andrés Oppenheimer, Jared Diamond y las novelas de Haruki Murakami.

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