Hace un poco más de 50 años Richard Nixon declaró las drogas como el enemigo número uno de Estados Unidos y a partir de entonces se emprendió “una ofensiva mundial para enfrentar el problema de las fuentes de oferta”, lo que determinó el enfoque económico adoptado en esta guerra contra el nuevo enemigo público. Varios años más tarde, la ofensiva se extendió a países en vía de desarrollo como Colombia desde donde se provee la mayor parte de la droga usada en el “primer mundo” a través de políticas como el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida, en México. Cinco décadas después la guerra contra las drogas parece haberse perdido y con ella miles de vidas y miles de millones de dólares invertidos.
Por supuesto, el fracaso de la guerra contra las drogas puede tener muchas explicaciones, de acuerdo con el tipo de análisis y la disciplina desde donde se realicen. Desde las teorías económicas también puede elaborarse una aproximación a la derrota, considerando que el de las drogas, aunque ilegal, también es un mercado y responde de cierta forma a sus “leyes”.
Los economistas clásicos del siglo xviii consideraban que “toda oferta genera su propia demanda”, es decir, que la demanda de un bien en un mercado está determinada por la producción de dicho bien y que sólo por medio del aumento en la producción es posible expandir la demanda. A este principio lo llamaron la Ley de Say, en honor a quién se le atribuyó de manera errada su formulación.
Bajo esta premisa los economistas y gobernantes más conservadores, en el pasado y en la actualidad, han formulado gran cantidad de políticas fiscales expansivas de estímulo a la oferta para hacer crecer el PIB y el empleo, especialmente en épocas de crisis, como los subsidios a la producción y exenciones tributarias, que han demostrado ser ineficaces en sus propósitos. Análogamente, la lucha contra las drogas ha centrado sus esfuerzos en políticas dirigidas a la reducción de la producción: guerra frontal contra los carteles del narcotráfico, aspersión aérea, erradicación forzada y persecución a consumidores y pequeños campesinos dedicados al cultivo de hoja de coca, lo que no ha conducido a la disminución de la oferta de las drogas en este mercado, ni mucho menos del consumo en Estados Unidos y Europa, especialmente; por el contrario, vimos como las hectáreas sembradas en coca en Colombia pasaron de alrededor de 40 mil a comienzos de los 90´s a casi 250 mil en la actualidad
La razón del fracaso de las políticas antidrogas se debe a que estas se han elaborado como respuesta a un supuesto problema de oferta y no de demanda. Las drogas ilegales tienen una demanda altamente inelástica frente el precio, es decir, los aumentos (o disminuciones) en el precio de ésta tienen muy poca repercusión en la cantidad demandada (consumida), como se esperaría que suceda en bienes normales: a mayor precio, menor demanda (y viceversa). Por lo tanto, las drogas, al igual que productos como la electricidad y la gasolina, son consumidos prácticamente de la misma manera sin importar mucho el precio al que se ofrezcan en los mercados.
Además, las restricciones de comercialización que imponen las leyes y políticas antidrogas generan un incremento del precio de estas sustancias por el riesgo al que se enfrentan aquellos que participan en el mercado, especialmente en la cadena de distribución, sin que ello contribuya a la disminución de la demanda (por su inelasticidad). Este hecho hace que sea lo suficientemente atractivo para que nuevos “inversores” estén dispuestos a asumir el riesgo a cambio de los rendimientos exorbitantes que genera un mercado ilegal en expansión. Por supuesto otra es la suerte de los campesinos productores de hoja de coca que no cuentan con utilidades similares, que ven en ésta la alternativa a la baja demanda de sus productos agrícolas y que en muchos casos son coaccionados por grupos ilegales para sembrar y vender a precios bajos su cosecha; así como también lo es la de los usuarios de sustancias ilícitas criminalizados en Colombia por leyes como la 1801 de 2016.
Ante el evidente fracaso de las políticas antidrogas centradas en el desestímulo a la oferta y la criminalización del consumo, cabría preguntarse si no es momento de evaluar los resultados de las estrategias utilizadas hasta ahora y replantear el enfoque desde el cual fueron adoptadas. Quizá sea el momento de abordar el problema como uno de salud pública en el cual se pueda desincentivar el consumo, especialmente el problemático; apoyar estudios de riesgo químico, como el elaborado recientemente por la Secretaría de la Juventud de Medellín, que permitan a los usuarios tener información completa sobre lo consumido; descriminalizar el uso de sustancias psicoactivas y brindar alternativas a los campesinos productores de hoja de coca.
Este artículo apareció por primera vez en https://politeiacpd.com/
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