La guerra ha terminado; continuemos en el camino de la paz
El derecho internacional de los conflictos armados fija como criterio de finalización de la guerra el “término general de las operaciones militares”[1] o “la cesación de las hostilidades”[2], es decir, cuando cada parte deja de realizar actos de violencia contra el adversario, sean ofensivos o defensivos. Atendiendo a este criterio, la guerra entre el Estado colombiano y las FARC ha terminado, pues desde el 24 de agosto entró en vigor el Acuerdo de cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, que se está cumpliendo con seriedad. Se ha alcanzado el objetivo primario y fundamental del proceso de paz que es la terminación del conflicto armado, o sea, la coexistencia no letal entre antiguos enemigos políticos y militares, condición para avanzar hacia la conversión del conflicto armado en sólo conflicto político (paz política) y la construcción de paz en toda la sociedad (paz social).
De manera solemne las partes han firmado el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto en Cartagena de Indias este lunes 26 de septiembre, el día D. que marca el comienzo del proceso de desarme y desmovilización: los miembros de las FARC se agruparán en 23 Zonas Veredales Transitorias de Normalización para registrar sus armas, recibir su cédula de ciudadanía, instruirse y prepararse para la vida civil y entregarlas en plazos sucesivos como paso previo a la disolución de su ejército. Ello ciñéndose a unos Protocolos que se discutieron y acordaron con el liderazgo de dos hombres de tropa y de lucha en el frente de guerra: el General Javier Flórez, por las Fuerzas Armadas, y Carlos Antonio Lozada, por las FARC, Protocolos que incluyen un Sistema de Seguimiento y Verificación a cargo de Naciones Unidas. Es la manera clara de poner fin a 52 años de antagonismo y confrontación, sin que las Fuerzas Armadas se sientan humilladas por ello.
El próximo paso es el 2 de octubre con el Plebiscito por la paz, en el que los ciudadanos se pronunciarán sobre la aprobación o desaprobación del Acuerdo final para la Terminación del Conflicto Armado y la Construcción de una Paz Estable y Duradera. La sentencia de la Corte Constitucional es terminante sobre los efectos del voto en el Plebiscito: “en caso que el plebiscito sea aprobado, el efecto es la activación de los diferentes mecanismos de implementación del Acuerdo Final. Por lo tanto, el Presidente podrá ejecutar las acciones previstas para el efecto por el orden jurídico, incluidas aquellas de promoción e iniciativa gubernamental respecto de otros poderes públicos. En cambio, si el plebiscito no es aprobado, bien porque no se cumple con el umbral aprobatorio o cumpliéndose los ciudadanos votan mayoritariamente por el “no”, el efecto es la imposibilidad jurídica de implementar el Acuerdo Final, comprendido como una decisión de política pública específica y a cargo del gobernante”.[3]
La respuesta del pueblo colombiano es jurídicamente vinculante para el Presidente de la República y, de ser aprobatoria, lo autorizaría a dar inicio al gran proceso de implementación del Acuerdo con la más amplia legitimidad política y la mayor fuerza jurídica hacia el futuro para dar impulso a la ardua empresa de materializar todas las políticas públicas previstas en el Acuerdo para lograr la paz y la convivencia civil en Colombia.
La vía del acuerdo siempre será la mejor forma de poner fin a la guerra, pues detiene la violencia, frena los combates y ahorra miles de vidas, tanto de combatientes como de personas civiles. Ante los horrores de la guerra toda terminación pactada es buena. Tanto más, el Acuerdo final de paz es en su forma y en su contenido un buen acuerdo: contiene obligaciones claras y exigibles para concluir la guerra, una política pública para recuperar el campo colombiano e integrar a la vida política y económica del país las zonas más azotadas por la guerra y pone en el centro a las víctimas con un sistema de justicia que combina retribución y reparación y armoniza mecanismos judiciales y extrajudiciales en pro de una respuesta de reconocimiento social y político, de verdad y rehabilitación a las víctimas.
La amnistía se limita únicamente a los delitos políticos y conexos; se excluye la amnistía por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad y se prevé que los autores y partícipes deban acudir ante los tribunales y recibir sanciones penales. Los beneficios en materia penal no son automáticos y están condicionados a que exista colaboración plena en términos de verdad, reparación a las víctimas (material y simbólica), y garantías de no repetición. Quienes incumplan serán sancionados con pena de prisión de hasta 20 años y quienes cumplan tempranamente con todas las condiciones tendrán una sanción que, si se aplica rigurosamente, es significativa, pues consiste en la restricción efectiva de la libertad entre 5 y 8 años, acompañada de labores personales de reparación que resultan duras y penosas. Estas penas tienen un componente adicional de aflicción consistente en confrontar a los sancionados con el peso y la gravedad de sus delitos (al tener que desminar el territorio que un día sembraron de minas con los consiguientes daños a personas civiles, o reconstruir puentes, escuelas o acueductos que ellos mismos destruyeron). Este tipo de pena tiene el mérito de paliar el daño causado a las víctimas y a la comunidad en una medida más verdadera y eficaz que el estar encerrados en una institución criminógena como lo es la prisión.
La decisión sobre la aprobación o desaprobación del Acuerdo final de paz en el Plebiscito es una decisión moral y política de la mayor importancia, pues es una decisión sobre la vida o la muerte, el bien o el mal, lo correcto o lo incorrecto. Hacer la paz por medios pacíficos es bueno, es justo, e incomparablemente mejor a cualquier alternativa militarista que sólo sirve para prolongar los asesinatos, las masacres y el atraso.
Como ciudadanos de Colombia tenemos una enorme responsabilidad política respecto del voto en el Plebiscito, pues lo que decidamos determinará nuestro destino colectivo por varias décadas. Las emociones personales (odio, venganza, rabia), la perspectiva inmediata, el apasionamiento político no deben empañar una visión de largo alcance, con sentido histórico: ha terminado la confrontación armada entre las FARC y el Estado colombiano, la fuerza armada insurgente más numerosa y poderosa militarmente de este país está en vía de acuartelarse como paso previo a su disolución. Debemos refrendar esta finalización, no dar vuelta atrás. El voto por el Sí es el voto por la paz, por la esperanza, es el voto de la responsabilidad moral con nuestros semejantes y de la responsabilidad política con un mejor futuro para el país.
Respetamos profundamente las voces discrepantes y comprendemos muchas de sus críticas al Acuerdo. Sólo solicitamos a quienes tienen dudas sobre el Acuerdo que se formen una opinión con fundamento en fuentes serias y libres de mentira, tergiversación y furia; si tienen dudas sobre la auténtica voluntad de las FARC de cumplir el Acuerdo Final, éstas sólo podrán aclararse permitiendo que el Acuerdo siga su curso hacia la implementación, es decir, votando Sí. Hay que dar oportunidad a la paz. In dubio pro pacem: en caso de duda por la paz. Esta máxima asegura que el estado de duda implique siempre una decisión en favor de la paz ya que en su incompletud, la paz siempre es buena, mientras que la guerra es el peor de todos los males sociales.
A quienes de buena fe creen que votar por el No es votar por la paz y por una futura renegociación, les decimos que esta creencia no es acertada. A la luz de la citada sentencia de la Corte Constitucional, si el voto por el No fuese mayoritario, el Presidente queda jurídicamente imposibilitado para implementar el Acuerdo Final, es decir, el Acuerdo se cae ante la negativa del pueblo colombiano y, por tanto, el proceso de paz termina aquí. Queda sin fundamento jurídico el cese al fuego bilateral y definitivo, la fuerza pública tendría que reanudar la persecución y las operaciones militares contra las FARC, la misión de Naciones Unidas de Seguimiento y Verificación del desarme se va, pues queda sin mandato. Es volver a la incertidumbre de siempre y a la inercia de la guerra.
Las FARC no contemplan ni siquiera la posibilidad de la renegociación y tampoco el Gobierno al cabo de 45 meses de laboriosa discusión y complicada elaboración de acuerdos parciales, donde llegaron de manera casi heroica al Acuerdo Final. Este Acuerdo que constituye la paz posible para los colombianos, lo mejor que se podía alcanzar con un grupo insurgente no derrotado, y visto como totalidad es un buen Acuerdo que, aunque con imperfecciones, tiene la enorme virtud de concluir una guerra muy larga y atroz.
Los insurgentes no se van a sentar a esperar órdenes del senador Uribe, como éste pretende y le hace creer a sus seguidores. Es inverosímil que los miembros de las FARC aguarden hasta el 7 de agosto de 2018 a que se posesione un nuevo Presidente de la República para entrar nuevamente en una fase exploratoria: no podrían quedarse aguardando ni tendrían dónde permanecer seguros frente a los embates de la Fuerza Pública y difícilmente podrían mantenerse unificados bajo un mando político y militar como hasta ahora y sostener su apuesta por el retorno a la vida civil; lo más probable es que retrocedan hacia sus viejos territorios en la selva para reagruparse y retomar la lucha armada. Por una especie de inercia y de adaptación a lo existente es más fácil continuar en la guerra que salir de ella, con lo cual es más probable volver a lo mismo: combates, muerte, destrucción.
Sería un disparate cerrarle la puerta a la paz, teniéndola a nuestro alcance. La oportunidad es ahora y hasta la oportunidad debe ser oportuna. Lo sensato es votar Sí en el Plebiscito para clausurar la guerra y abrir camino a otro futuro en el que todos los colombianos podamos encontrarnos, vivir bien y convivir en medio de nuestras diferencias, con civilidad, respeto mutuo, solidaridad, igualdad y libertad sobre esta bella tierra que es de todos.
[1] Protocolo adicional I a los Convenios de Ginebra, de 1977, artículo 3 (b).
[2] Protocolo adicional II a los Convenios de Ginebra, de 1977, artículo 6, num. 5.
[3] Corte Constitucional, sent. C-379/2016, párr. 144.