Caminando los caminos, recorriendo las calles más concurridas de esta ciudad, se encuentra uno con imágenes como estas, con amores y dolores. Es imposible, al observar, no exacerbarse por un sentimiento nostálgico que te hace preguntas casi siempre sin respuestas y te llevan a sentir los dolores de este país como tuyos.
Días después, conversando con alguien, le enseñé aquella imagen que tantos cuestionamientos me generó, buscando obtener una opinión sobre esta, su respuesta fue la que me llevó a componer este escrito.
«De esas fotografías con historia», dijo. Así que decidí crearle una historia.
Seguro usted ha caminado por los puentes o aceras de esta ciudad y se ha topado con la cara cansada de una madre que con sus pies descalzos y sus hijos de brazos o a veces jugueteando en medio de la calle, solicitan en silencio un pequeño aporte para sobrevivir un día más, pues las garras del conflicto han roto sus envergaduras y sus tejidos sociales y han tenido que migrar hacia las selvas de cemento intentando, por lo menos, encontrar cierta paz, aquella paz que en ese momento solo traduce seguridad, pues los demás elementos que podrían componerla, pasan a un segundo plano cuando las balas cruzan al frente de tu cara.
Son esas mismas personas que en el campo vivían con una felicidad casi plena en aquellas cortas épocas de bonanza y un poco de tranquilidad, con sus pies descalzos caminaban sus tierras, como sin crear límites para conectarse con la madre tierra, sintiéndola, tocándola, amándola.
Ya no es igual, pues es difícil conectarse cuando nos separa el cemento, y es que para nosotros el desarrollo traduce eso, una selva de cemento.
Ahora unos zapatos cubren sus pies para resistir el trajín del paso a paso. El campo ahora es gris, los ríos ahora son cloacas impenetrables, los pájaros escapan del humo incesante de los autos y ellos… pues cambiaron sus prendas coloridas y con su cosmovisión en cada tejido, por ropas más elaboradas que se acomoden a las necesidades de la ciudad. Los tejidos, su lengua, y sus plantas, ahora las cambian por periodos, por un vaso que guarda aquellas monedas que algún buen samaritano entregó de reojo.
El castellano que cuando rompe sus comunes silencios le es más fácil para comunicarse con el blanco; a veces sentados en cualquier acera como símbolo de cansancio, pero supongo, también, símbolo de resistencia, de estar ahí pero no caer nunca, de sentir aún a la madre, de vivir.
Rasgos marcados e inconfundibles, cabello lacio y algunas frases que rompen su silencio constante para dar paso al movimiento de los labios y así se entonan esas lenguas nativas, esas raíces, aquellas tan conectadas con la «Pachamama» que en ocasiones parecen cantos de la selva; solo sabiduría podrá salir de esos labios, sabiduría ancestral transmitida oralmente por siglos con una cosmogonía especial, pero… ¿qué importa la sabiduría?, ¿qué importancia tiene nuestra tradición y nuestra historia?
Si el mundo occidental nos ha deslumbrado con un mercado brillante, tan brillante que ha causado una ceguera permanente, porque nos ha ganado el facilismo, porque es mas fácil pasar y mirar tan solo de reojo para no hacer ni si quiera contacto visual y evitarnos sentir la necesidad de entregar una moneda, porque no nos reconocemos como seres iguales y porque peor aun, no conocemos nuestra historia y tenemos miedo a repetirla.
¿Y qué tal si ellos son los herederos de ese gran tesoro que hasta ahora aparece?, ¿qué tal si el Galeón de San José les pertenece? Ese tesoro que los españoles arrebataron de sus manos y que ahora sin ningún tipo de vergüenza pretenden reclamar como suyo, pero no reclaman la sangre, la pobreza, la esclavitud y la pérdida de la dignidad a la que relegaron a nuestro pueblo.
¿Qué tal si ellos fueran los dueños? ¿Qué tal si una vez recuperado el tesoro quedara de nuevo en manos de piratas, los del siglo XXI? ¿Por qué no devolvérselo a sus dueños originales? A nuestros abuelos indígenas, después de tanto daño que esta sociedad les ha causado hasta el punto de negarlos como nuestras raíces, lo merecen, ¿no?
Así quizás compran las tierras azucareras del Cauca que los grandes empresarios quieren robarles. Pero mientras tanto, mientras el conflicto sigue invisible pero presente y la desigualdad, la inequidad y la persecución social en contra de nuestros indígenas continua, ellos seguirán caminando nuestras calles con sus niños alegres, con ese silencio imperturbable, enseñándoles los nuevos caminos de su vida, de su tradición y su historia.
Ahora en otro escenario, que seguramente con todo su mercado buscará convertirlos en un elemento más del sistema, en tan solo un número. Pero en aquellos caminos ahora estamos nosotros, entonces ojalá así, cuando los encontremos caminando, los miremos a los ojos, los reconozcamos como nuestro inicio, como nuestra sangre y nuestra esencia y por lo menos, como un gesto de paz y de amor, les regalemos una SONRISA.
El camino no es alentador y vamos sintiendo cómo la gloria no es inmarcesible y como el júbilo ahora es mortal, pues con tanta sangre y dolores palpitando no se puede cantar el himno con tranquilidad.
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