La experiencia del otro: Edith Stein y la empatía en la vida académica

Con el paso del tiempo, y en la repetición casi ritual de las escenas que configuran la vida académica —el aula, las reuniones, las evaluaciones, las conversaciones de pasillo— se vuelve evidente que una de las cuestiones decisivas de la educación no se juega únicamente en los contenidos que se transmiten, sino en la manera en que nos hacemos presentes ante los otros. Comprender al otro no es un acto puramente cognitivo ni una destreza interpretativa bien entrenada; es una experiencia que compromete nuestro modo de estar en el mundo universitario. En este horizonte, Sobre el problema de la empatía (2004) de Edith Stein no se presenta como un texto distante, sino como una clave para pensar críticamente nuestras prácticas cotidianas.

Desde la fenomenología steiniana, la empatía no es una emoción pasajera ni un mecanismo de identificación inmediata. No consiste en sentir lo mismo que el otro ni en proyectar sobre él la propia interioridad, sino en una experiencia originaria que permite acceder a la vivencia ajena en cuanto ajena. El otro aparece como sujeto de experiencia y no como objeto de observación, evaluación o clasificación. Esta distinción resulta decisiva cuando se traslada a los escenarios de enseñanza y aprendizaje, donde el riesgo de reducir al otro a una función se encuentra siempre latente.

En el ámbito docente, es frecuente desenvolverse con solvencia entre conceptos, marcos teóricos y lenguajes especializados, como si el dominio disciplinar garantizara por sí mismo una comprensión profunda de lo que ocurre en el aula. Sin embargo, esa familiaridad conceptual no asegura el reconocimiento de la experiencia del otro en su singularidad. Es posible enseñar con claridad, cumplir con los requerimientos curriculares y sostener argumentaciones rigurosas sin que lo enseñado sea efectivamente vivido, apropiado o incluso cuestionado por quienes aprenden. Entre la comprensión intelectual de un contenido y la manera en que este es experimentado por los estudiantes se abre, con frecuencia, una distancia que la práctica pedagógica no siempre logra advertir.

Esa misma distancia entre el dominio conceptual y la experiencia vivida no se manifiesta únicamente en el aula, sino que se prolonga también en los espacios de deliberación académica. En ellos, los intercambios pueden alcanzar altos niveles de rigor argumentativo sin que ello garantice la comprensión de aquello que sostiene cada intervención. Las posiciones que se defienden, las resistencias frente a ciertos cambios o las críticas persistentes no emergen de manera aislada ni se explican únicamente por el contenido explícito de los argumentos; están ancladas en trayectorias formativas, decisiones profesionales, compromisos institucionales y en la convivencia prolongada con tensiones propias del quehacer universitario.

Cuando el diálogo se reduce al cruce de posturas teóricas, el interlocutor corre el riesgo de quedar fijado como mero representante de una idea, perdiéndose de vista su condición de sujeto que piensa desde una experiencia situada. En este punto, la empatía no busca neutralizar el conflicto ni diluir las diferencias, sino introducir un desplazamiento decisivo, hacer inteligible el desacuerdo al situarlo en los procesos vitales que lo han configurado, recordando que todo discurso académico está inseparablemente ligado a una vida que lo encarna.

La dificultad para reconocer la experiencia que sostiene al otro no siempre se expresa en confrontaciones abiertas. A menudo se manifiesta en gestos mínimos: una atención que se dispersa, una respuesta que se acorta, una presencia corporal que se retrae durante el intercambio. Lejos de ser detalles secundarios, estos gestos configuran el modo en que el otro se vuelve visible u opaco en la interacción. Desde una perspectiva fenomenológica, son precisamente estos modos de presencia los que posibilitan o interrumpen el reconocimiento del otro como interlocutor pleno.

Edith Stein advierte que la empatía no surge de manera espontánea ni puede darse por supuesta; exige una orientación consciente de la atención. Empatizar implica disponerse a acoger la presencia del otro sin absorberla en la propia experiencia ni convertirla en objeto de apropiación. Esta disposición no se reduce a una actitud interior, sino que se expresa en una forma concreta de estar con el otro, una presencia marcada por la pausa, la apertura y la disponibilidad para dejarse interpelar por una vivencia que no coincide con la propia.

Desde esta perspectiva, la empatía no elimina la distancia entre el yo y el otro, sino que la preserva como condición de posibilidad del encuentro. Reconocer la experiencia ajena no implica hablar en nombre del otro ni sustituir su voz. Supone, más bien, sostener la alteridad incluso en los actos de orientar, evaluar o exigir. Pensar la educación a la luz de la empatía no significa desplazar la razón ni relativizar el conocimiento, sino asumir que todo ejercicio del pensamiento se despliega en un entramado de relaciones humanas concretas. La comprensión conceptual y la comprensión empática no se excluyen; se reclaman mutuamente. Cuando la primera se desvincula de la segunda, corre el riesgo de volverse abstracta y distante, perdiendo de vista los efectos que produce en quienes participan del proceso formativo.

En este sentido, la lectura de Stein invita a interrumpir la inercia con la que a menudo se transitan las prácticas universitarias, no para idealizarlas ni para despojarlas de sus exigencias, sino para hacer visible la dimensión experiencial que las sostiene. La empatía aparece entonces como una forma de lucidez, un modo de atención que permite advertir que toda interacción académica está atravesada por vivencias que no se reducen al contenido explícito de lo que se dice o se decide.

En un tiempo marcado por la aceleración, la estandarización y la presión constante por resultados medibles, esta forma de atención no se impone como programa ni como metodología prescriptiva. No se deja capturar por indicadores ni protocolos, sino que se ejerce en gestos discretos, a menudo silenciosos, que sostienen el vínculo académico y hacen posible la experiencia compartida del pensar. Se manifiesta en la disposición a escuchar, en la pausa que interrumpe la respuesta automática, en la apertura a reconocer que el otro no se agota en el rol que ocupa ni en el rendimiento que exhibe.

Allí donde se preserva la posibilidad de reconocer al otro como sujeto de experiencia, la universidad mantiene abierta una de sus tareas más propias: no solo producir y transmitir conocimiento, sino hacer posible un espacio común en el que pensar juntos siga siendo viable. Ese espacio no se funda en la homogeneidad ni en la supresión del conflicto, sino en el reconocimiento de la alteridad como condición del diálogo académico y de la formación misma.

En ese umbral siempre frágil, donde razón y empatía se reclaman mutuamente sin confundirse, se juega la posibilidad de que la formación no se reduzca a un procedimiento técnico ni a una secuencia de competencias evaluables. Lo que está en juego es que la educación permanezca anclada en su sentido humano más profundo, el de una práctica que, al tiempo que exige rigor intelectual, reconoce que todo acto de conocer se inscribe en una trama de experiencias vividas y de relaciones que lo hacen posible.

Referencia bibliográfica

Stein, E. (2004). Sobre el problema de la empatía (Trad. José Luis Caballero Bono). Trotta.

Jorge Alberto López-Guzmán

Politólogo, Antropólogo, Filósofo, Especialista en Gobierno y Políticas Públicas, Magíster en Gobierno y Políticas Públicas y Doctor en Antropología.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.