La estrategia para demoler el Estado de Derecho: caso El Salvador

En América Latina hemos presenciado una paradoja que debería cuestionarnos: el uso de la democracia para demoler la democracia misma. El Salvador, bajo el mandato de Nayib Bukele, representa el caso paradigmático de cómo un líder puede emplear las vías del Estado de derecho para destruir sistemáticamente las instituciones que lo sustentan.

Bukele no llegó al poder mediante un Golpe de Estado tradicional. Su genialidad demoledora radica en haber comprendido que en el siglo XXI, la democracia puede ser el vehículo más eficaz para desmantelarla. Recurrió al voto popular: mecanismo de legitimidad electoral y ciudadana por excelencia, como “caballo de troya” en contra las instituciones.

El proceso fue meticuloso y “legal”. Primero, aseguró el control de la Fiscalía General en 2021; luego, orquestó una toma de la Asamblea Legislativa que le garantizó mayoría parlamentaria. Esta maniobra, conocida como gerrymandering –la manipulación de fronteras electorales artificiales para favorecer a un partido político–, le permitió rediseñar el mapa del poder a su conveniencia.

Con estos instrumentos en sus manos, Bukele hizo lo impensable: logró su reelección presidencial indefinida, pese a que la Constitución salvadoreña la prohíbe expresamente. Aquí reside la perversidad del método: no violó técnicamente la ley, sino que la reinterpretó, la doblegó y la subordinó a sus intereses políticos. Esto es lo que denominamos la politización de la legalidad.

Los políticos son, inevitablemente, el reflejo de las sociedades que los eligen. Si Bukele pudo ejecutar esta estrategia con éxito es porque encontró un terreno fértil: una sociedad que ha perdido el respeto por los principios fundamentales. En nuestra época, paradójicamente, muchos creen que carecer de principios los hace más libres, cuando en realidad, los convierte en presa fácil de cualquier demagogo con carisma suficiente.

El problema no radica en la Constitución salvadoreña, que en el papel contiene las salvaguardas necesarias; radica, más bien, en su aplicación. Una sociedad que no respeta sus propias reglas del juego termina siendo cómplice de su propia destrucción institucional.

Y aquí debo dirigir una crítica incómoda a mis propios correligionarios liberales. Nuestro legítimo escepticismo hacia el aparato estatal nos ha llevado, en ocasiones, a menospreciar las instituciones que tanto nos han costado construir. Actitud no solo peligrosa, sino contraproducente.

Un auténtico liberal honra las formas, respeta la Constitución y defiende las instituciones. Sí, un liberal puede cambiar la Constitución –no estoy abogando por la inmutabilidad–, pero debe hacerlo respetando el Estado de Derecho y siguiendo los procedimientos establecidos, no violentándolos.

La reelección indefinida es intrínsecamente mala para la democracia, punto. No importa si quien la ejerce es “uno de los nuestros”, no importa si está reduciendo algunos indicadores de criminalidad, y no importa si está mejorando ciertas cifras económicas. Defender principios significa mantener la coherencia, incluso cuando resulta incómodo.

En América Latina vivimos una simulación grotesca del Estado de Derecho. Lo invocamos constantemente en nuestros discursos, aunque lo ignoramos sistemáticamente en nuestras prácticas. Estamos atravesando los días de mayor ineptitud legislativa de nuestra historia, donde las leyes se aprueban no por su mérito técnico o su coherencia jurídica, mas sí por su conveniencia política.

El caso de El Salvador nos confronta con una verdad molesta: se puede usar el Estado de Derecho para demoler el Estado de Derecho. Bukele no es un fenómeno aislado: es el producto de una región que ha normalizado la debilidad institucional y ha confundido el liderazgo carismático con el buen gobierno.

La pregunta que nos queda es si tendremos la firmeza intelectual y moral para reconocer que ciertos métodos están mal, independientemente de sus resultados aparentes. Porque el día que sacrifiquemos nuestros principios en el altar de la eficiencia o la popularidad, habremos perdido no solo el Estado de Derecho, sino nuestra alma como sociedad libre.

Los derechos que van más allá de los fundamentales, que trascienden nuestras libertades individuales básicas, a menudo se convierten en herramientas estatales para controlar e intervenir en la vida de los ciudadanos. El Salvador de Bukele es la demostración práctica de cómo un líder hábil puede expandir el poder estatal bajo el pretexto de la seguridad y el orden, erosionando sistemáticamente las libertades que dice proteger.

La destrucción del Estado de Derecho no siempre llega con tanques en las calles. No. A veces llega con aplausos, encuestas favorables y la sonrisa de un presidente que promete orden mientras dinamita silenciosamente los cimientos de la República.


La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.

María Eugenia Gómez

Politóloga. Coordinadora Local de Students for Liberty Colombia (SFL Colombia) y Chapter Leader de LOLA Caribe (Colombia). Editora de la sección de Geopolítica de AMAGI Magazine y asistente del Observatorio de Seguridad Ciudadana de su alma máter: Uninorte de Barranquilla. Activista, modelo y creadora de contenido.

Editorial Advisor de El Bastión y columnista de opinión en diferentes medios.

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