“La escritura permite llevar, a un diálogo incestuoso con el papel, nuestros miedos, nuestros rencores, nuestras pasiones, nuestro dolor más íntimo. El dolor, el odio, desborda el océano del silencio y se hace palabra. Al nombrarlo como muestra Bataille pierde su fuerza, su poder, como le pasaba a las antiguas deidades de los pueblos primigenios. La sublimación canaliza el deseo, lo transforma, genera puntos de diálogo y encuentro. Es allí donde la escritura fomenta la sanación y la reconciliación. El poema puede ser un grito, un ladrido, una explosión, un desborde, que luego permita sanar y cicatrizar las viejas heridas. Debe ayudar en el proceso de despertar las energías creativas que permanecen dormidas al interior de cada sujeto, hacerle consciente de la multiplicidad que le conforma…”
En el año de 1510, el español Alonso de Ojeda funda, en la costa norte colombiana, cerca al golfo del Darién, la ciudad San Sebastián de Urabá. El cruel y astuto conquistador planea construir un fuerte que se convierta en un centro de expansión y exploración de los territorios inhóspitos de la América. El objetivo uno solo: el ansiado oro que se asienta en el flujo salvaje de los ríos y en las grietas de las montañas. El experimento resulta ser un fracaso, pues los indios caribes, guerreros, de una profunda conexión con el entorno natural selvático, lograron predecir las intenciones de los inoportunos visitantes. La guerra fue el único camino y los caribes lograron, luego de varias batallas y escaramuzas, reducir a cenizas el fuerte de los españoles. Los caribes, antropófagos, reunieron los cadáveres de sus enemigos, se los comieron y se bañaron en su sangre.
Sin saberlo, esa sangre con que, en ese momento, bañaban la tierra, seguiría allí tornando rojo aquel territorio (como la sangre que ha caído en “la media luna fértil” de Medio Oriente y el Levante Mediterráneo a través de más de 3000 años de historia). La historia de la primera ciudad colombiana, de la llegada de los españoles, es el inicio de una violencia que no termina y que aún sacude los cimientos sobre los cuales se ha forjado aquella nación, que bien parece una colcha de retazos. La violencia se ha asentado con fuerza en sus mitos, en sus imaginarios y en el propio discurso que usan en su cotidianidad. La sangre, como dice el poeta Camilo Restrepo, poeta colombiano, marca el camino y teclea con sus dedos las líneas de la historia. Desde entonces han transcurrido muchos años en la historia de Colombia: infaustas encomiendas coloniales, guerras de independencia inconclusas, conflictos de una elite terrateniente, minera y comerciante por la posesión del territorio y los recursos, la más absoluta miseria en el campo y lo único que nos queda, a veces, es un silencio absoluto que, más grande que la piedra de Sísifo, el viento es incapaz de transportar.
Al igual que el Gilgamesh, que las primeras epopeyas, la tradición literaria colombiana ha intentado representar el dolor inherente a esta realidad. Hay textos desgarradores de poetas como María Mercedes Carranza, Juan Manuel Roca o Ana María Bustamante, o narradores como Juan Gabriel Vázquez, Pablo Montoya, Evelio Rosero o Hernando Téllez, que han dejado una huella importante. No puedo dejar de pensar en aquel poema famoso de Carranza donde habla de aquel fallido proyecto de nación, llamado Colombia, como “esta casa donde todos estamos enterrados vivos” que aún, en mis más taciturnas reflexiones, me conmueve. Existe una búsqueda en estos trayectos poéticos de esa comunión con el lector que encuentra similitudes de versos e historias con su propia historia de abismos cotidianos.
Aunque el caso de Colombia no es el único. La tradición latinoamericana en general, envuelta en períodos de infamia, de dictaduras, de guerras y múltiples silencios, ha encontrado en la literatura un medio de expresión único para intentar resignificar el conflicto y, en cierta manera, hacer una exploración del propio cuerpo social y de la cultura heterogénea que nos conforma. Hay un grito emergente, un potente estallido, aguardando bajo el velo de los significantes inconclusos. Los poetas y escritores, durante el transcurso de la historia de Latinoamérica, han sido agentes de la resistencia. Pero hablo no de una resistencia vinculada a una ideología política, sino de esa que dice el filósofo Gilles Deleuze está conectada al artista y va dirigida en contra de la estupidez humana y los discursos oraculares del poder. La violencia es un síntoma de la estupidez. Estas voces poderosas han estado allí, han dejado todo en sus cuentos, sus versos, sus relatos, jugaron con la percepción, llevaron el lenguaje a sus límites y pagaron un precio por ello. Un precio que muchas veces está dado en su propia salud personal y en un desgarramiento interno ante los abismos que abre una realidad marchita. Muchas huellas hay en nuestra historia: Juan Rulfo, Raúl Zurita, Raúl Gómez Jattin, Gonzalo Rojas, Reinaldo Arenas, Roberto Bolaño, Fernando Vallejo, Julio Ramón Rybeiro, Juan José Saer y una lista enorme que aún no para de escribirse en el mármol de los tiempos.
Hoy por hoy, en algunos usos de la poesía contemporánea se ha intentado superar la estética personalista y, con base a ello, buscar encontrar trayectos que conecten la creación poética con procesos políticos, económicos y sociales en los cuales, inevitablemente, estamos insertos. No se trata de buscar una poesía panfletaria, que mata la metáfora y alimenta la mediocridad del verso, sino de alimentar una consciencia de las potencias de la vida y de ese otro que nos acompaña, una conciencia que está dada más allá del discurso y se conecta con lo real. El Otro ha dejado de ser una categoría metafísica y se ha convertido en un ente real que podemos ver, palpar, sentir, oler. El otro está allí, lo vemos, comemos con él, trabajamos con él, soñamos con él, hacemos el amor con él. No existe humanidad sin el otro, ni poesía, ni literatura. Sólo un desierto abyecto, las ruinas de una imposibilidad: un hombre incompleto.
En aquel caos incandescente frente a la incertidumbre de lo real, habitado por los fantasmas del capitalismo, la desarticulación del sujeto moderno y la presión del día a día, los escritores y poetas han tomado consciencia del valor de su cuerpo y de la vida, de cualquier vida, pues cada una es un universo escondido en un cofre de huesos y piel. Lo saben, porque han explorado algunas de sus potencias más profundas y profanas. También son conscientes del poder del lenguaje y de la posibilidad que tiene de transformar discursos e imaginarios que se sustentan en la violencia y el odio. Este conocimiento los transforma, como pensaba Deleuze, en médicos de la palabra y la literatura, a su vez, deviene sanación y clínica. En estos momentos, en el mundo en que vivimos, la poesía y la literatura son más necesarios que nunca como mecanismos invisibles que permitan destruir los viejos discursos vinculados a la violencia, el sufrimiento y crear pájaros que vuelen bajo la lengua y generen lazos de unión.
El poder del lenguaje para nombrar, deconstruir, desarmar, reflexionar, indagar, subvertir, transformar, generar pequeños quiebres al interior, es impresionante. La palabra tiene algo de esa magia que, creían los antiguos alquimistas, estaba allí desde el origen de los tiempos. Aunque también es cierto que las palabras no serían nada sin ese hilo conductor llamado texto, ese tejido, proveniente de su etimología original que permite construir narraciones y poemas. El texto surge por el encantamiento propio de la experiencia, de los estallidos internos y las evocaciones imposibles. La imaginación y la memoria son armas increíblemente poderosas que, puestas al servicio de la escritura, pueden ayudar a cerrar pequeñas heridas.
La evocación poética tiene una suerte de retorno a una infancia primigenia, al asombro ancestral, a romper un poco con el código que impone la razón sobre el lenguaje y dejarse llevar por otros caminos, otros senderos, rutas de exploración del ser y sus potencias hasta entonces desconocidas. No sólo ello, lo sagrado siempre fue, desde la antigüedad, un territorio de sanación tanto de lo que los antiguos llamaban ánima (alma) como del cuerpo. No es casual que para una gran parte de los primeros pobladores y de las tribus primigenias la función del shaman sea no sólo la de ser el intérprete de los dioses, sino a través del lenguaje y sus juegos de semejanza, sus símbolos supremos, llevar la sanación. Acercarse a lo sagrado implica una tranquilidad frente al vórtice de sinsentido del mundo y la insignificancia de nuestras acciones en una cotidianidad monótona.
La poesía y la escritura develan lo inmanente y lo sagrado de las palabras para romper con la banalidad del mundo y visualizar lo auténticamente maravilloso de aquello que llamamos “vida”. Por lo mismo, permite resignificar una serie de experiencias traumáticas, de silencios, de abismos interiores, para darles un nuevo sentido y generar nuevas formas de aproximación, reflexión y, por supuesto, curación. En el registro del poema o el cuento, nuestro sufrimiento, nuestra herida, deja de ser un látigo lacerante, una erinia que nos persigue en las sombras, como al pobre Orestes, y de alguna forma es compartida, como un secreto, por los fantasmas y los ecos de nuestra propia percepción silenciosa y la musicalidad del agua, la tierra y el viento.
Nuestros sentidos, inmersos en este juego de retorcer las palabras, se vuelven más sensibles a nuestro entorno, frente a la miseria y el sufrimiento del otro, y por lo tanto, es un catalizador de la acción positiva y de la búsqueda del bienestar social. La poesía permite resignificar la vida a través del lenguaje y generar nuevos sentidos, necesarios para una reinvención y un nuevo comienzo luego de tantos años de conflicto y derramamiento de sangre. Ante la desacralización de los viejos relatos y la incertidumbre de la posmodernidad. Es un intento de recuperar el líquido carmesí, que derramaron nuestros ancestros, de la tierra al plano de las palabras, las imágenes y las metáforas. El rojo deja de constituirse como un símbolo de odio, violencia y dolor y pasa a ser el color de las pasiones, los sueños y las esperanzas. Es también la poesía una pausa necesaria, un momento de escape de la ciudad, a un paisaje sonoro, donde deambulan barranqueros, azulejos y carriquís en un bosque de cedros escarlatas. Son imágenes que resignifican la realidad perceptible.
El lenguaje, que es el que nos constituye, entra en el terreno del juego, a través del poema, y nos hace participes de una experiencia, no sólo de percepción, sino de reencuentro con nosotros mismos, y con los demás, es el regreso del niño que algún discurso fascista atrevió a callar. Después de todo no hay juego sin un colectivo, sin dos partes, sin una comunidad que participe activamente. El juego de la poesía, desde los primeros teatros, una fogata en el centro de la tribu, está dado, en primera estancia, por el poema y su escucha o lector. Y en una segunda, por la comunidad que lo resignifica y se apropia de él, que lo hace parte de su memoria oral y, en nuestra contemporaneidad, de sus registros literarios y tecnológicos. El niño, sea uno mismo o el otro, es capaz de desapegarse de sus problemas, dejarlos partir y volver a tener una actitud de asombro, juego y vitalidad frente a los desafíos que le instaura su cotidianidad. Esa actitud de asombro es el primer paso para volver a la unidad.
El poeta es un lector de la tierra, un arlequín de las palabras, un emisario de los dioses olvidados, como pensaba Heidegger, es quien a través del lenguaje se acerca al territorio de lo sagrado[1]. El conoce los relatos antiguos. Sólo él puede instituir hoy una clínica de la palabra, hacer que sus metáforas, sus canciones, sus juegos generen un sonido mayor que el de las balas de metralla. Un sonido que va más allá del plano fonético y se conecta con los cantos ancestrales, con aquello que nos une como comunidad. Alimenta un pensamiento estético alrededor de nuestras acciones, hace visible lo innombrable y, por sobre todo, potencia la defensa de la vida como una lucha indispensable, un derecho fundamental. La escritura es, ante todo, una potencia que genera nuevos sentidos sobre la realidad.
¿Todos los escritores y poetas se dedican a esta labor con ímpetu, voluntad y sacrificio? Por supuesto que no. Pero el sólo acto de escribir, de crear, de jugar con las imágenes o las potencias de la ficción, ya genera un acto, así sea inconsciente, de medicina y resistencia. O al menos así es en las buenas obras, en aquellos escritores y poetas que trascienden la barrera del tiempo y permanecen en nuestra memoria, que seguimos leyendo a pesar del paso de generaciones, culturas y la aparición en el panorama literarios de nuevas historias y relatos. Entonces es algo que trasciende al autor en sí mismo y que estaría en lo más profundo de la creación literaria como una fuerza inmanente.
La poesía, la escritura, y en general el arte, son también mecanismos de sublimación, que permiten sacar todo el excremento de ballena que tenemos adentro, las grietas del espíritu. La sublimación es un concepto creado por el psicoanalista Sigmund Freud para señalar un desplazamiento del deseo hacía un formato artístico o poético, que en cierto sentido, podía servir de placebo para calmar el deseo no satisfecho y ayudar a sanar toda clase de neurosis. La escritura permite llevar, a un diálogo incestuoso con el papel, nuestros miedos, nuestros rencores, nuestras pasiones, nuestro dolor más íntimo. El dolor, el odio, desborda el océano del silencio y se hace palabra. Al nombrarlo como muestra Bataille pierde su fuerza, su poder, como le pasaba a las antiguas deidades de los pueblos primigenios. La sublimación canaliza el deseo, lo transforma, genera puntos de diálogo y encuentro. Es allí donde la escritura fomenta la sanación y la reconciliación. El poema puede ser un grito, un ladrido, una explosión, un desborde, que luego permita sanar y cicatrizar las viejas heridas. La literatura debe llegar a los sectores más vulnerables y violentados de la sociedad, y el escritor debe ejercer allí no el oficio de un doctrinario sino el de un despertador creativo y médico. Debe ayudar en el proceso de despertar las energías creativas que permanecen dormidas al interior de cada sujeto, hacerle consciente de la multiplicidad que le conforma.
De alguna manera, en ese orden de lo imaginario, esa mina dormida, es dónde se pulen, inconscientemente, nuestros sueños. La escritura debe abrir rutas al interior de la mina, excavar, sacar a la superficie los rubíes, diamantes y esmeraldas que se esconden en lo más profundo. Es, sin duda, en el plano de los sueños donde podemos generar un mayor punto de encuentro con el otro, porque deja de ser una sombra amorfa que deambula por nuestras ciudades, y se nos hace más humano, más cercano, más parecido a nosotros. Somos conscientes de nuestras diferencias, pero también de aquello que nos une. ¿Y qué mejor forma de construir la reconciliación que a través de identificar nuestros sueños conjuntos? El escritor debe ser un detective que, con su lupa y sus sentidos agudizados, mientras percibe detenidamente el campo del discurso y el imaginario social, debe identificar aquellos sueños. O, en la medida de lo posible, ayudar a que otros los encuentren. La premisa es clara: hacer visible lo invisible, nombrar lo innombrable, tanto a nivel personal como a nivel colectivo.
En mis cursos siempre recomiendo la realización de una Hypomnemata, una suerte de cuaderno, de cartografía del alma inventada por los griegos y usada por filósofos de la talla de Séneca y Cicerón. No es en sí la hypomnemata un diario íntimo de la sucesión de los acontecimientos cotidianos. Es más que eso. Un desborde, una multiplicidad de latidos, de juegos, de delirios, de posibilidades a través de lenguaje. Se trata de evitar los formatos preestablecidos y estructurar una escritura para sí, que es la que efectúa la sublimación y la catarsis. La poesía, las imágenes, la percepción y los desplazamientos de significantes se presentan como posibilidades atractivas para alimentar la hypomnemata. Este cuaderno o libreta, que es preferible cargar en todo momento, se convierte en una puerta de liberación, en un lugar de escape, en un punto de fuga, como bien diría Deleuze, un territorio donde, por algún, momento podemos encontrar un refugio de un accionar del tiempo inestable y de la serpiente del mercado y el capital. Es donde puede abrirse ese mundo interior del que hablaba Heidegger. Es el cofre de los sueños, las pasiones, los deseos, una caja de pandora sellada por el lenguaje (y liberada a su vez por él). Un cofre de historias y relatos, de pequeñas anotaciones que bien pueden dar inicio a un cuento, un poema o, ¿por qué no? Una novela fantástica.
En el fondo el combate de la escritura, especialmente la poesía, es contra el silencio, contra el odio, contra los prejuicios y contra todas aquellas potencias de la no-vida. Alimentar la felicidad, la lluvia, los besos, las sensaciones, el amor y la vida. No se trata tampoco de callar u olvidar, pues la escritura literaria no debería estar al servicio de ningún poder político o económico, ni de generar justificaciones para nuestras miserias cotidianas. Al contrario, el escritor estará siempre ubicado en algún lugar de la resistencia. Como Tiresias es capaz de ver más allá del discurso, lleva al plano de sus cuentos, de sus poemas, de sus novelas, sus denuncias y, al igual que el legendario adivino, paga el precio por ello. Ahora, además de hacer visible lo que se esconde en la oscuridad, también debe hacer visible lo que se esconde en la luz. Es, ciertamente, hora de construir visiones de paz, para pensar un espacio mejor, donde exista una “dignidad” en el acto de vivir.
El propósito es otorgarle al otro un pasaporte a esa tierra universal, sin muros, ni rejas, que es la literatura. ¿Estamos listos? Todos los escritores deberíamos asumir esta responsabilidad, ser médicos y shamanes, no como una obligación que se nos impone desde afuera, sino como un imperativo de nosotros mismos hacia nosotros mismos, como un acto de amor único por la humanidad. El último que nos queda. La meta: poemas y relatos que se disfrazan, se travisten, y se vuelven abrazos y besos, que evocan la danza alrededor del fuego, la música primigenia, unión de palabras y cuerpos, en un granito de arena, que es el lugar que ocupamos en el cosmos infinito.
Todas las columnas del autor en este enlace: Daniel Acevedo Arango
[1] George Bataille (2000), poeta y escritor francés, tendrá una visión parecida
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