La era de la nada

Cuando se derrumbó el Muro de Berlín pareció que la mayor parte de los escombros cayeron del lado del Este. Pero no nos engañemos, algunos desechos también afectaron a Occidente, quizá más de lo que se cree; y hoy se empiezan a mostrar.

En aquel tiempo el triunfo del capitalismo generó una nueva esperanza: la ilusión de que los extremos por fin serían superados e igualmente los proyectos de progreso hacia un estado de bienestar llegarían a marcar el espectro del próximo milenio.

El siglo XXI estaba casi a las puertas. El futuro había llegado y pocos dudaban de que las democracias, sumado al avance de la ciencia y de la técnica, serían aquellas que lograrían al fin esa bonanza. Se sentía en el aíre que ya no vivíamos en la modernidad, aquella que había iniciado con René Descartes y Baruj Spinoza, sino que estábamos ante un cambio evidente de época. Entonces ¿qué fue en realidad lo que había comenzado? Nadie estaba seguro. Solo se intuía que algo amorfo afloraba “después” de otra cosa: por ello se habló de “posmodernidad”.

Jean-François Lyotard supo notar que en la nueva era que se abría ante la humanidad los relatos que sostuvieron al paradigma moderno se habían desmoronado, entre ellos, el relato cristiano, el relato ilustrado y el relato marxista. Si bien lo antedicho es cierto, el problema era que no pudieron ser reemplazadas por otras ideologías; al menos aquellas que no fuesen las de la hegemonía de un Imperio que lo inundaba todo a través de la guerra preventiva, del consumo o de la tecnología.

Pronto el “muro” del optimismo se desplomó. Los nuevos aires epocales no fueron como se esperaba. Lo que asomaba en el horizonte era un espectro transparente. Lo “post”, lo “neo” o lo “tardo” fueron prefijos que se utilizaron casi con naturalidad para tratar de sostener algún tipo de fundamento, algún tipo de definición que pudiese dar pistas de los ininteligibles ciclos que se avecinaban: “pos-modernidad”; “pos-cristianismo”; “neo-liberalismo”, “neo-marxismo”; “tardo-capitalismo” y cosas por el estilo.

Lo único que estaba evidenciando la lógica del lenguaje, en tanto creador de realidades, era solo la imposibilidad para poder comprender un momento vacío. Inane. Ensombrecido por un nihilismo extremo. Se había inaugurado la “era de la nada”.

La nada es indefinible por su misma naturaleza ya que está constituía (o, mejor dicho, no lo está) de una cavidad absoluta, de una apertura a una perpleja vastedad que no permite, precisamente por ser ilimitada, el acceder a las partes y encontrar definiciones precisas que nos anclen a alguna metafísica.

Pero no es únicamente el lenguaje lo que hace de esta era una inanidad, es también la posibilidad de tener acceso como nunca antes a una infinidad de bienes informáticos. La cantidad de datos que acumuló la humanidad en estos treinta años es mayor a todos aquellos que pudo almacenar en su historia. Jamás una época estuvo tan atravesada por la información, por el intertexto, por las redes, por la conexión, por la reproducción incontable donde la captación de lo concreto es prácticamente inaccesible ya que decanta en un poliedro de miradas que hace nulo el concepto de verdad.

Tampoco antes nunca las sociedades han podido crear sus propios contenidos e intentar inútilmente compartirlos de manera masiva como sucede hoy, de mostrarse más y más en las pantallas y, en ese mostrarse, en esa exacerbación del ego, solo se logra paradójicamente la invisibilidad más angustiante. Se produce un sujeto globalmente expuesto que termina por inhabitarse. Todos buscan ser vistos y en ese buscar nadie ve a nadie. Es la alienación.

Dicha idea (de ahí el concepto del “alienígena” como habitante de otra esfera) viene a raíz de que el alienado no se siente parte del mundo. Está sin hogar, es un extranjero en su propio hábitat. Es lo que Paolo Virno llamó “sociedades del espectáculo”: “Facebook”, “Instagram”, “Tik Tok” y otras similares dejan en el limbo de la nube una inmensidad de contenidos que a pocos les importa recuperar, son el resultado del foso mental de aquellos que esperaban lo promisorio en un siglo nuevo que se desgastó demasiado pronto, que desapareció antes de empezar dejando un hueco sordo. Jean-Paul Sartre no previó nada de esto cuando le preguntó a Albert Camus “¿Dónde quedó Meursault? ¿Dónde Sísifo?”

En ninguna otra época el futuro se saboreó como pasado, como el instante perdido, la era se agotó antes de fenecer, antes de dar su potencial. De repente nos encontramos encerrados dentro de las pantallas, estáticos, virtuales, donde podemos acceder al mundo entero al mismo tiempo que el calor del cuerpo del otro se aleja para siempre. Quedamos solos y vacíos en una nada, en un “cero absoluto”, no como los místicos de antaño, sino como el agujero de la historia.

La historia ha muerto, se ha roto, los acontecimientos nos llegan como hologramas y a través de infinitas versiones, de tal modo que solo puede haber un ámbito ilegible de un eterno presente. Es habitual escuchar que la pandemia o que las guerras traerán algún renacimiento. Son solo retóricas de ahogados en la vacuidad temporal.

La historia no puede retornar por la globalidad que la atraviesa. No deja espacio para ningún tipo de dialéctica. La misma hace que alguien en China estornude y alguien en América se resfríe. Hoy las crisis de países aún pequeños significarían la caída en dominó de todos nosotros. El planeta se ha convertido en un sitio sin narrativa, inseguro, cerrado, vulnerable y demasiado pequeño.

Por eso la huida a las tradiciones místicas están sobre la mesa, asimismo sus riesgos. Las visiones apocalípticas aparecen ante los pueblos que se dirimen entre blancos. Allí surgen las certidumbres salvadoras, los recursos mesiánicos, los totalitarismos míticos. Es lo único que tienen los ignotos para aferrarse. El Imperio Romano no cayó ante otra milicia sino ante su misma decadencia. Lo disoluto de aquel mundo decantó en su crisis, es allí que las ideas finalistas vienen al rescate.

No obstante, en aquella época había aún tierras que conquistar, regiones adonde huir, preguntas que contestar, misterios que develar y secretos que descubrir. Hoy estamos ante la profanación de todo. Donde encontramos un vendedor de baratijas a la vera de las pirámides, o un local de comidas rápidas a la entrada de un antiguo sitio que alguna vez fue sagrado. Es lo “pornográfico”. Jean Baudrillard así definió a nuestro orbe vacío. Byung-Chul Han, un filósofo de poco contenido y que suele “copiar” a los grandes pensadores nos hablará de lo positivo, de lo expuesto, calcando conceptos en una misma línea.

Las grandes narraciones están en vías de extinción, el marxismo del siglo pasado y los intentos caricaturescos de los socialismos del presente han sucumbido en su misma insustancialidad; pero también el aparente triunfo de las bondades del capitalismo que hace rato comenzó a mostrar sus fisuras, a caerse del pedestal.

Estamos viviendo el agotamiento de las democracias liberales, el cansancio de los discursos salvadores y, sobre todo, estamos cayendo en el lugar donde nunca deberíamos haber caído, en la desesperanza y en la mediocridad. Los pueblos están así condenados a lo ausente, a ser un cementerio sin memoria y sin perspectiva por la sencilla razón que han vaciado el tiempo y han extenuado el alma del mundo, logrando lo único que pueden ser: una “sociedad anónima”.


*Nota publicada originalmente en “La Gaceta Mercantil”.

Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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