La dignidad

Después de la muerte de Horacio Arango me estoy repitiendo una y otra vez en mi cabeza sus gestos, sus palabras, el tono de voz, las genuflexiones. Esa cara graciosa que hacía cuando le ponía énfasis a sus palabras en los discursos del colegio, esa chaqueta marrón que siempre se la vi, la manera de ponerme la mano en el hombro cada vez que hablábamos. Que se acordara de mí, que era el más imbécil y el más egocéntrico de todos los estudiantes que debió haber educado, tan egocéntrico que me creo esa exageración. Pero no me acuerdo de su estatura. El padre Horacio siempre aparece en mis recuerdos como una figura imposiblemente alta para estas latitudes, que se tiene que inclinar para poder escucharme. Justo ahora que se murió me doy cuenta de que no lo conocí jamás: la mayor certeza que la muerte ofrece es el desconocimiento, caer en la cuenta de que no comprendimos jamás y de que ya no podremos hacerlo.

Sé que esta columna no me va a ayudar a comprenderlo. No creo que las columnas le hayan servido a nadie de mucho para lograr entender algo. Son la forma más extrema de un arte solipsista, llenas de figuras literarias, giros retóricos, gerundios, adjetivos innecesarios, puntos dramáticos.  Quiero al escribir esta columna hacerlos llorar y hacerme llorar a mí por puro egoísmo, porque no soy nada más que un encarretador. Y estoy escribiendo sobre la muerte de alguien más, de alguien que no conocí, que creí conocer, hablando de mí mismo.

Pero a pesar de todo me voy a atrever a mencionar un atributo más. La muerte cumple cierta función social  al hacer héroe al viejo de pelo gris que hablaba mucho y jamás cambiaba de chaqueta. Horacio Arango era una persona de una consistencia intelectual inmensa. Creo que la vida que llevó y las victorias que sostuvo –contra los violentos que en este país son tantos, contra esa idea de que hay que educar para que cada niño haga un dios de si mismo- estaban cargadas de una profunda alegría. La alegría, el argumento intelectual más poderoso, más difícil de sostener y el más difícil de vivir.

Con Horacio aprendí la máxima sócratica que vale la pena repetir una y otra vez, no aplicada al conocimiento estéril que creo que se esforzó por desterrar del corazón de los que lo conocieron, sino por el Otro. Su propia muerte me deja sin palabras, el lugar común de un lugar común porque no hay forma de describir las infinitas formas en las que estaba vivo. Si intento describir como su hombro se doblaba, la chaqueta marrón hacía arrugas, la camisa a rayas de Polo U.S.S.N. que se inclinaba con el botón del todo arriba coquetamente abierto, cómo sus cejas se levantaban, cómo los ojos se le iluminaban al verme a mí o un alumno, o a un chofer, o a una secretaria o a un profesor o a cualquier otro ser humano, como se le arrugaba la cara en esa sonrisa fácil y honesta que tenía. Si intento describirlo por sus objetos, por sus gestos, por la forma en que caminaba, por esa estatura misteriosa que mi cerebro decidió borrar no lo estoy describiendo, los que jamás lo conocieron pensarán en otro cura amable de un mundo lleno de curas amables y no en ese hombre increíble que me enseñó a mí, como enseñó a muchos otros a que la vida merecía la pena ser vivida. No sé si sea un gran hombre. Creo en mi ignorancia que él sería el primero en desestimar esos elogios, pero el esfuerzo inmenso que hizo en vida para hacer de si mismo una persona digna es una acción heroica en el sentido completo de la palabra.

A una semana de su muerte aquí estoy yo: arrojando palabra tras palabra, intentando demorar el momento en que me voy a despedir de él, queriendo haberme despedido de él, haberle dicho alguna cosa más, traducir a las palabras ese líquido viscoso que se escapa de la consciencia humana. Pero solo me queda el orden egocéntrico de la literatura frente a ese desorden que es la vida, la grácil irresponsabilidad de levantarse un día más. La certeza de encontrarse una vez más con otros seres humanos y ver el infinito formarse. Al final el lenguaje sirve para formar relaciones. La vida también.

 

Simón Murillo Melo

Acabé de entrar a periodismo en la de Antioquia. Me gustan los árboles, los cómics y las series animadas. Prefiero hablar de mis amigos que de mí mismo.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.