Alessandro Baricco despliega en su ensayo City la revolucionaria tesis de que el concepto de honestidad intelectual es un oxímoron. Sostiene, con su espléndida prosa, que no podemos ser honestos intelectualmente ya que la honestidad y el pensamiento se oponen, y que ello ocurre porque, una vez expresado, el pensamiento pierde contacto real con su origen, se hace ajeno a quien lo emite y puede ser utilizado por otros -como ocurre comúnmente hoy- para matar.
Firmo por completo la postura de Baricco, pero solo en lo referente a la acepción del concepto que se ocupa de la relación de propiedad entre las ideas y quien las expresa. No así para la segunda de las acepciones, la que define la honestidad intelectual como la máxima expresión del juego limpio en el duelo de las ideas, como la búsqueda por liberar de intencionalidades los planteamientos propios, tanto como sea posible, y de someterlos permanentemente al juicio de los conceptos que les sean contrarios.
Ese tipo de honestidad intelectual no solo no es un oxímoron, sino que representa el más alto nivel de honradez en la construcción del pensamiento. Bien lo sabía Karl Popper cuando, planteando sus doce principios para una nueva ética profesional del intelectual, sostenía que la postura autocrítica y la sinceridad se tornan deber.
He vuelto durante las pasadas semanas a Baricco, a Popper, a Dawkins y a varios otros que han puesto sus ojos y sus letras en el tema de la honradez de pensamiento, para intentar comprender -si algo como eso es posible- una gigantesca deshonestidad intelectual omnipresente en Antioquia: la de declararse uribista y a la vez antisantista.
La naturaleza deshonesta de esa postura es elemental: todas las críticas que los detractores suelen enrostrarle al presidente Santos pueden también aplicársele a Álvaro Uribe. Y solo quien sufre la ceguera derivada del fundamentalismo (cuyo prerrequisito es, obviamente, la deshonestidad intelectual) puede negar que es así.
¿Que Santos capituló ante los guerrilleros? Uribe lo hizo ante los paramilitares.
¿Que Santos compró con prebendas al congreso para la aprobación de sus proyectos? Uribe lo hizo para la aprobación de su reelección.
¿Que Santos utiliza la maquinaria del Estado para sus beneficio? El de Uribe utilizó el DAS como una maquinaria de espionaje.
¿Que Benedetti, que Barreras, que Cristo? Que Santoyo, que María del Pilar, que Andrés Felipe Arias.
Y sucede así, de manera inexorable: para cada crítica contra Santos, existe una réplica casi idéntica contra Uribe.
Creo, en lo particular, que el gobierno de Juan Manuel Santos ha sido desastroso. Y creo, como consecuencia de eso, que existe un fundamento intelectual para declararse antisantista.
Creo, incluso, que se puede ser intelectualmente honesto y al mismo tiempo uribista: basta estar convencido -hay muchos que lo están, por muy espeluznante que parezca- de que los métodos del expresidente Uribe son los adecuados para conducir al país.
Lo que no admite discusión es que defender a Uribe y al mismo tiempo atacar a Santos implica sine qua nonuna decapitación de la autocrítica y una ceguera consciente ante las realidades de los últimos lustros en el país, lo que es igual a decir una absoluta deshonestidad intelectual.
Aunque, pensándolo bien, existe un siguiente nivel de análisis que podría dinamitar mi postura: la deshonestidad de todo tipo (¿y por qué no, entonces, también la intelectual?) es consustancial al uribismo, ergo, ser intelectualmente deshonesto y ser al mismo tiempo uribista implicaría la mayor de las honestidades.