La defensa de las llaves

  • La llave puede ser muchas cosas, muchas puertas, muchas ausencias, muchas renuncias, muchos hallazgos
  • La llave es confiable porque no sé sabe en qué momento se necesite para pelar una naranja, agujerear una pelota o escribir el nombre propio en el tallo de un árbol.
  • La llave o lo que eso signifique, espera paciente sin acosarte ni hacer berrinche. Está en el terreno de las cosas esenciales, como los amigos.

En 1978 el escritor argentino Jorge Luis Borges visitaba Medellín. El alcalde de ese entonces, Jorge Valencia Jaramillo, le concedió las llaves de la ciudad. En respuesta al discurso emotivo del mandatario, Borges, con su habitual ingenio, dijo que las llaves podían hacer sentir lo misterioso que era el mundo; además, que desde chico le fue mal con las llaves, que ese trozo de metal podía franquear la entrada de un edificio. En su intervención manifestó algo más que inquietante: “Me entregan estas llaves que no abren ninguna puerta, o mejor dicho, que abren todas las puertas ya que no abren ninguna”. Esas palabras me llevaron a pensar en el misterio de las llaves. Sobre todo, cuando estuve en un viaje por Suramérica y pasé muchas noches en hostales y dormitorios de paso. Pero cuando, en Lima-Perú, tuve una habitación por un poco más de dos meses, sentí que esas llaves cobraban sentido, que así abrieran el lugar en el que podía dormir, también abría la nostalgia de tener que abandonar el recinto. Y fue inevitable evocar unos versos de Borges: “Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,/ me asombra que mi mano sea una cosa cierta”.

Ahora, catorce años después de ese viaje por el sur del continente, sigo con la sensación de que las llaves son más de lo que parecen. Así como pueden abrir una casa, un carro, una caja fuerte, también abren un alma o un ser. Al menos así lo plantea César Vallejo en “Despedida recordando un adiós”:

“Al cabo de la llave está el metal en que aprendiéramos
a desdorar el oro, y está, al fin
de mi sombrero, este pobre cerebro mal peinado,
y, último vaso de humo, en su papel dramático,
yace este sueño práctico del alma”.

No obstante, ese objeto pequeño, de no más de diez centímetros, de formas diversas y curvas fascinantes, aserruchada a veces, otras alargadas, es el símbolo de que se puede acceder a algo, a un lugar habitado por historias, anhelos o recuerdos. Quizás sea un objeto puente de dos seres que se ven, como ocurre en unos versos del poema “El intruso” de Delmira Agustini:

“Amor, la noche estaba trágica y sollozante
cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura;
luego, la puerta abierta sobre la sombra helante,
tu sombra fue una mancha de luz y de blancura”.

El sentido más básico de la llave es que conduce a una puerta, a algo que debe abrirse. Y toda puerta pierde misterio si está abierta por completo. No hay nada más fascinante que verla entreabierta, justo en los segundos en que giras la llave en la cerradura, escuchas el chirrido de las bisagras y accedes al otro lado. Pero ese otro lado más que un lugar físico, puede ser un lugar simbólico como el conocimiento luminoso que detiene la lectura. Por ejemplo, cuando se abre lo oculto de un poema y se percibe lo que hay atrás de las palabras, lo que navega en el río subterráneo del sentido y de la música que atraviesan los versos. Como lo percibe Vicente Huidobro en “Arte poética”:

“Que el verso sea como una llave
que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
cuanto miren los ojos creado sea,
y el alma del oyente quede temblando”.

La clave de la fascinación de esa pequeña pieza de metal, alargada, dentada, que llamamos llave es la compactación máxima de lo que en ella hay; la casa a su vez tiene el comedor, el sofá, la mecedora, el baño, la cocina; el individuo es un recipiente que guarda lo que no expresa, lo que calla, lo que sueña, lo que busca, lo que ignora; la naturaleza abraza con su indiferencia amorosa todo lo que la habita, el animal, la planta, el árbol, el sol, la luna, las estrellas; la biblioteca son los mundos que encierran los libros. Y es que la llave puede ser muchas cosas, muchas puertas, muchas ausencias, muchas renuncias, muchos hallazgos. Así lo expresa Amado Nervo en “A quién va a leer”:

“Un hilo de agua que cae de una llave imperfecta; un hilo de agua, manso y diáfano, que gorjea toda la noche y todas las noches cerca de mi alcoba; que canta a mi soledad y en ella me acompaña; un hilo de agua: ¡qué cosa tan sencilla! y, sin embargo, estas gotas incesantes y sonoras me han enseñado más que los libros”.

Además, por todo lo que encierra y representa una llave puede ser útil en momentos difíciles. Por ejemplo, si se viaja en esos buses que con sus bocinas parecen lobos enloquecidos; basta con buscar la llave en el bolsillo y evocar el sillón donde se descansa o el lecho donde espera la persona amada. Al recordar esos pequeños actos cotidianos se puede no alterarse, respirar y no sumergirse en el vertiginoso olvido que consume los días de salto de renglón, los que se caen del calendario. Y una llave o su simbolismo puede dar sosiego. Ya lo advertía Jaime Sabines en el poema “La luna”:

“Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados”.

Y entre más pequeña más sofisticada, exclusiva e importante es la llave. Al ser portable adquiere un valor, tal vez exagerado, en quien la posee. Como la llave de la caja fuerte o la libreta de apuntes.

En definitiva, la llave es confiable porque no sé sabe en qué momento se necesite para pelar una naranja, agujerear una pelota o escribir el nombre propio en el tallo de un árbol. Además, la llave o lo que eso signifique, espera paciente sin acosarte ni hacer berrinche. Está en el terreno de las cosas esenciales, como los amigos. Por algo, se sustrae del montón de cosas inútiles que se cargan en el bolsillo. Y al verla, se le da la singularidad requerida porque permite acceder a un lugar exclusivo, a una puerta que fue cerrada y contenía un conocimiento luminoso, a muchas puertas simbólicas que se ven de reojo, a pases mágicos curativos, a lo oculto de un poema, a puentes para el encuentro, a la luna, al origen del mundo. Y hay conmoción porque la llave no solo abre una puerta de madera o metal, también abre a quien la posee como una puerta de carne y hueso y la persona cree que entra cuando no ha salido o entra sin saber de dónde ha llegado. El caso es que al dejarse abrir se entra al asombro cotidiano de estar vivo en el espacio que se decide establecer el hogar. Y ese hogar es el mundo que se habita y que es tan grande según las palabras que se tengan para definirlo. Y se encarna la palabra mundo. Así lo concibe Miguel de Unamuno en “La palabra”:

“Llave del ser, fué en un principio el verbo
por el que se hizo todo cuanto muda
y el verbo es la cadena con que anuda
Dios los dispersos granos de su acervo”.


Otras columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/camirgo/

Juan Camilo Betancur E.

Fredonia, 1982. Periodista. Publicó el libro de micro-cuentos Los errantes (2013), la novela La mujer agapanto (2017) y la novela El escritor mago. Libro 1: la sociedad (2021).

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