Las cicatrices son mapas del gran mapa que uno arma de su propia historia personal. Por lo que cada corte, cada rasguño, cada marca, es un tramo de la vida que ya se vivió
Es curioso que en lo arrugado esté la mayor dosis de placer
Hace poco recibí la noticia de que, entre más de dos mil obras, soy finalista en el Primer Premio CLU Editores de Novela Corta con “Somos tantos y tan tontos”. Los resultados se conocerán en febrero del 2025. El año pasado, también quedé finalista en España con “El hombre gallo”. Entonces, me llegó un mensaje de un periodista que quería hablar de la nueva novela y también, comprar el libro: “El hombre gallo”. Quedamos de vernos en “Casa de citas” en la Candelaria.
Nos saludamos. Me pagó y guardó el libro es su bolso de mano, de cuero, impecable. Dejó el bolso a un costado de la mesa.
El periodista pidió dos cafés. Todo él era medido, perfecto. Incluso dijo su nombre, Mario, como si fuera de gamuza. Esperé que iniciara el diálogo con una pregunta. Pero, como si la entrevista fuera a él mismo, dijo, mientras le quitaba un par de pelusas al bolso:
—Este año compré un apartamento, cambié de carro, di conferencias en todo el país.
Lo miré para generar contacto. Era tan limpio que parecía una propaganda de Postobón. Cada gesto, movimiento, accesorio parecía la ficha faltante de un rompecabezas. Toda esa pulcritud era una molestia envuelta en papel celofán. Bebió un sorbo de café como si se mirara a un espejo. Por mi lado, cuando llevé la taza a mi boca el café desbordó la taza y chisgueteó la mesa. El hombre alzó las manos como si lo fueran a atracar. Pero al ver su mano derecha, desnuda, vi un codo liso, pulido, perfecto, sin rasguños. Me olvidé de la entrevista y le pedí que se descubriera el otro codo. Igual, ni un raspón.
¡No podía creerlo! Pues, hasta ese momento, para mí, las cicatrices eran pruebas de vida. Y la vida es un accidente. Entonces el que vive está lleno de marcas.
Acto seguido, me descubrí los codos y le mostré mis cicatrices.
—Son mapas del gran mapa que uno arma de su propia historia personal. Por lo que cada corte, cada rasguño, cada marca, es un tramo de la vida que ya se vivió —dije y toqué mis codos rugosos.
—Odio las cicatrices y su imperfección —dijo sin dejar de mirar mi taza manchada y la mesa manchadas de café.
—Es curioso que en lo arrugado esté la mayor dosis de placer —dije mientras me tocaba un brote de piel en el codo derecho que parecía un grano de frijol seco.
El impoluto dejó de mirar la mancha de café. Así que conté la historia de la cicatriz del codo.
—Estaba en sexto y mamá me regaló una bicicleta. Mi gran sueño era aprender a pedalear de pie. Cierta vez, un sábado, mamá me dijo que fuera por la leche. Tomé la bici. Pedaleé. Sentí el viento y las manos temblaban en el manubrio. De regreso a casa vi a una niña que me gustaba. Su mamá la peinaba. Me acomodé la mochila y empecé a pedalear de pie. Frente a ellas caí. La botella litro y medio de coca-cola se quebró. Intenté pedalear, pero la cadena se enredó. La niña y la mamá fueron ayudarme. Les dije que no había pasado nada y me monté en la bici. Cuando me aseguré de que ellas no me veían me miré los codos y sangraban. Fue cuando descubrí que los hombres si lloran y el amor es una caída monumental —mientras miraba el resto de mis cicatrices agregué—. Cada cicatriz tiene una forma, textura y color irrepetibles porque hablan de la imperfección que implica ser humano.
El periodista miró hacía la ventana. Pensé que iba referirse a mi historia, al menos debatirla. Y no. Entendí que ese hombre, que parecía un avatar creado con Inteligencia Artificial, era incapaz de entender lo complejo y profundo que equivale ser humano, un imperfecto ser humano lleno de marcas y huellas, marcas y huellas que son las bases de una personalidad autentica.
Después de unos segundos de silencio, él habló de sus amigos los perfectos, los sin rasguños que vivían al norte de Bogotá. Habló como si yo ya no existiera, como si yo fuera una cicatriz indigna de su presencia.
En la impecabilidad de su perorata de libro de contabilidad sin tacha, bebí un sorbo de café y puse mi taza sobre su bolso inmaculado.
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