La creación oculta tras el velo de los sueños

Tormenta de nieve bajo el mar, William Turner

Convertir los sueños en un territorio de interpretación y pistas de un enigma sobre lo que somos como sujetos fue ciertamente ingenioso. Posibilitó cientos de historias que sobrevuelan divanes y consultorios de psicólogos con barbas blancas y lentes ajustados. Algunas de ellas, con algo de suerte, han sido el origen de una gran obra de arte. ¿No es acaso aquel verso que evoca la música ancestral, la pincelada de un color intenso que rompe la armónica disposición o el crescendo de una sinfonía que parece surgir de lo más profundo del abismo una irrupción onírica?.

El otro día, sentado en aquel lento bus, con los ojos entrecerrados, observaba el cambio de imágenes y paisajes, que se me presentaban al otro lado del vidrio, como a una película. Bloques de imagen-movimiento, la lluvia bañando los eucaliptos, el verde extendiéndote por las montañas y la torpe luna abriéndose paso entre las nubes, ligeros lienzos del instante. Aparece la clásica pregunta: ¿son realmente reales esas imágenes o, de alguna manera, me encuentro inserto en un sueño profundo en algún otro lugar? ¿y si es un sueño qué debo hacer para despertar y que podría encontrar en el otro lado? Reflexiones que siembran un terror ante lo desconocido, lo innombrable, el territorio de lo imposible, lo absurdo, y en algunos casos metafísico, que es el país onírico. La preocupación por el sueño y su carga de irrealidad ya aparecía en la Antigua China cuando se preguntaban: ¿Quién sueña a quién? ¿Sun Tzu a la mariposa o la mariposa a Sun Tzu? El dilema no es menor y ha fascinado a escritores, filósofos, poetas y artistas de todas las épocas.

Ha provocado la creación de obras de arte, tratados de psicología, libros de astrología y una que otra obra literaria, como aquella inmortal “La Vida en un sueño” de Pedro Calderón de la Barca, escrita a finales del siglo de oro español. Allí, Segismundo, el príncipe, deberá afrontar una dura prueba para demostrar que es un digno heredero y que no será tentado por la corrupción y la maldad, una prueba que le hace creer que la única realidad es la que vive al interior de una prisión y que su deambular caótico por el mundo, cuando tantea y abusa del poder soberano, no es más que un sueño. La idea que tantea Calderón es interesante en el sentido de que nos demuestra que un plebeyo puede soñar por un momento con ser rey (o viceversa) y que el mismísimo monarca Felipe IV quien gobernaba en la época y residía en el palacio de El Retiro, pasando sus tranquilos veranos, delegando a su ministro el Conde de Olivares todos los asuntos de la corona, bien podía ser el sueño nefasto de algún soñador.

Otros ejemplos que encontramos en la gran literatura son los cuentos del escritor argentino Julio Cortázar: “La noche boca abajo”, donde un tlaxcalteca a punto de ser ejecutado en un templo sueña con un mundo futuro con hospitales, motos y globos o “las ruinas circulares”, de Jorge Luis Borges, donde un hechicero que intentar crear el sueño perfecto termina siendo el producto de un sueño de un desconocido. Desde el viejo Platón, deambulando por los pasillos de la Academia de Atenas, el cuestionamiento por lo real y lo que perciben los sentidos aparece hasta en las cajas de cereal y las caricaturas de Bugs Bunny. Pero es una pregunta que nunca pasa de moda, porque las columnas sobre las que se sostiene La espesa selva de lo Real son frágiles y se sostienen sobre significantes inconclusos construidos desde discursos que día tras día son confrontados.

Los sueños ejercen sin duda una notable fascinación, y su expresión en el arte ha marcado el rumbo de las vanguardias artísticas como el surrealismo, el cubismo, el futurismo y el impresionismo alemán, a principios del siglo XX. Y las delirantes pinceladas registran algunos movimientos oníricos que hablan de relojes que se derriten, amantes que se besan a ciegas y rostros indescriptibles que aparecen bajo la sombra de la noche. Hay una pintura en particular que en mi caso me ha obsesionado, precisamente porque alguna vez percibí un acontecimiento similar en uno de mis tantas historias surgidas sobre la almohada. Se trata de “Tormenta de nieve sobre el mar” del pintor inglés William Turner. Recuerdo haber visto un barco muy similar, azotado por la tormenta, en medio de mis sueños mucho antes de conocer el lienzo. La visión de una tormenta que nos azota por dentro y sacude nuestros cimientos puede quizás ser un arquetipo que se repite, un símbolo profundo de nuestra desazón interior, que bien pudo captar Turner como nadie y dejar un registro inmortal.

Para algunos lo soñado, lo que pasa bajo el imperio de la almohada, y los intensos ataques del REM, puede ser más vívido que lo que pasa bajo el reino de la vigilia. Los locos se dejan llenar de esa impresión y se entregan a ella como a un buen vino, una embriaguez de imágenes y posibilidades oníricas que rompen el agotamiento de lo real. Encuentran allí una palabra, un símbolo o una imagen que los embarga de una profunda felicidad. ¿Es necesariamente condenable aquello de ser hechizado por una sirena en medio del bosque? Quizás en esas visiones haya profundas revelaciones a los que los incautos racionalistas no pueden acceder. La vida bien puede ser una aventura, una evocación, un grito o un baile en medio del claro de un bosque.

En efecto, algo hay que aprender allí, de aquellas miradas inquietantes, que deconstruyen aquel mundo impuesto por las leyes de la civilización occidental y el capitalismo agresivo. Es entender que aquellos cimientos de la realidad son una construcción y que con las piezas que tenemos, las palabras y el lenguaje, podemos volver a armar un mundo nuevo. El arte ayuda a abrir una puerta hacia una apertura de la sensibilidad estética hacia lo imposible y lo absurdo. Los sueños parecen ser pequeñas pistas, brillos momentáneos, que revelan la naturaleza inestable de la realidad. Y es precisamente el artista y el poeta los que logran captar con mayor intensidad y claridad el enigma que se esconde tras las figuras intermitentes de luz que deambulan en aquel mundo de ojos cerrados.

Las viejas brujas en lo profundo del bosque y los alquimistas en sus escondidos laboratorios intentaron encontrar un sentido en aquellas experiencias, profecías de futuros acontecimientos escondidas tras sus metáforas y símbolos. Muertes de seres queridos, amores concretados, futuras venganzas y la riqueza prometida son la esperanza del durmiente, que aún busca entre las líneas de un viejo libro, un sentido esquivo (a lo que no necesariamente tiene sentido). Las profecías intentaban construir un relato armónico sobre los sueños que posibilitará su comprensión, pero en el fondo seguían siendo intentos de buscar racionalizar lo que abre puertas hacia lo desconocido que habita al interior de nosotros o que nos puede llevar a dimensiones lejanas donde no podemos llegar tan sólo con nuestros cortos brazos.

Para Freud ciertamente los sueños hacían parte de un teatro que a través de representaciones simbólicas develaban los secretos más oscuros del inconsciente. Como si cada uno de esas apariciones fueran actores en una gran obra. Convertir los sueños en un territorio de interpretación y pistas de un enigma sobre lo que somos como sujetos fue ciertamente ingenioso. Posibilitó cientos de historias que sobrevuelan divanes y consultorios de psicólogos con barbas blancas y lentes ajustados. Algunas de ellas, con algo de suerte, han sido el origen de una gran obra de arte. ¿No es acaso aquel verso que evoca la música ancestral, la pincelada de un color intenso que rompe la armónica disposición o el crescendo de una sinfonía que parece surgir de lo más profundo del abismo una irrupción onírica?.

En definitiva, para mí los sueños son al final uno de las minas de material creativo más profundas. Pensemos un último ejemplo: tan sólo en aquella anécdota de cómo surgió el Frankenstein de Mary Shelley. Una apuesta y juego con su marido Percy Shelley y Lord Byron, en una noche de frío invierno, sobre quien escribía un gran relato de terror. Shelley tenía una pesadilla que la atormentaba y sentía que detrás del personaje que deambulaba, un monstruo hecho de partes de diferentes cadáveres, existía una poderosa idea para construir una increíble novela. Su instinto no le falló, pues “Frankestein o el moderno Prometeo” se ha convertido en un clásico de culto. Su éxito: tal vez encontrar un símbolo de aquello que regresa de la inefable muerte y visibiliza lo monstruoso de nuestros propios cuerpos.

Tal vez sea cierto al final, lo que dicen algunos creyentes de lo paranormal, de que nuestro espíritu se desdobla en la noche y viaja a otros mundos. Sino lo hace de una manera física o espiritual, al menos, mínimamente, lo hace una manera mental y altamente sensible. Un trayecto de posibilidades creativas, de dentro hacia afuera y de afuera hacía dentro. Pasamos al menos un 30% de nuestra vida durmiendo y pocos se atreven a tejer un par de evocaciones a través de los símbolos profundos de la noche. No se necesita ser un artista, la creación es una capacidad intrínseca al ser humano y les sorprendería lo que puede surgir en aquel territorio vasto y silencioso. Dejen que el sueño bese sus cuellos de vez en cuando. De mi parte yo siempre mantengo una libreta en mi mesita de noche, siempre alerta, siempre atento, a lo que el delirio nocturno rescate del profundo reino de la sombra.

Daniel Acevedo Arango

Nació en Medellín en 1986. Es poeta, gestor cultural e historiador, magister en estudios literarios de la Universidad de Buenos Aires y tallerista de escritura creativa en El Retiro, Antioquia. Es miembro Correspondiente de la Academia Antioqueña de Historia. Fue ganador del XVII Premio Nacional de Poesía Eduardo Carranza Fernández. También fue mención de honor, segundo puesto, en el VI Concurso Nacional de Cuento de EPM y Mención de honor en el XVII concurso de Cuento Ciudad de Pupiales. Ha escrito los libros: Ritual de Vuelo (2019), Tres episodios del sufrimiento y la cotidianidad en la época de la independencia (2021), Los alquimistas de la madera (2022) y La constelación perdida (2024)

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