“El cuento de la constituyente son patadas de ahogado y, sin acciones realmente transformadoras, ningún discurso aguanta cuatro años y la gente empieza a concluir que hubo un cambio ideológico, pero no un cambio en lo fundamental (esto es, el saneamiento de nuestra institucionalidad). Al final, esto se veía venir, pues si un político desde su campaña cae en actos corruptos, se podría decir que en realidad nunca propuso ningún cambio. Corrupto es corrupto, sin importar los adornos del discurso”
El gobierno de turno en Colombia construyó su propio cuento con planteamiento y nudo (a falta del desenlace que pinta desolador para todos porque seguramente entregarán un país más pobre, más violento y más polarizado) donde ellos son los héroes destinados a salvar a Colombia y sus contradictores – los villanos del cuento – son personas reacias al cambio que no quieren el bien común de la sociedad.
Prácticamente todo el gabinete ministerial rechaza los datos, el trabajo, la producción, los consensos y las negociaciones. Achacan a sus contradictores ser corruptos o estar a favor de corruptos por el simple hecho de tener posiciones contrarias a las del gobierno. Pero lo que el gobierno y sus seguidores parecen ignorar es que la corrupción no es de derecha o de izquierda, no tiene partido político y debe ser juzgada en cada hecho particular.
Hace unas semanas en una charla del profesor Manuel Villoria Mendieta sobre cómo medir, explicar y luchar contra la corrupción, este nos explicaba que la corrupción generalmente se produce por tres causas principalmente: en primer lugar, la debilidad institucional (en especial la incapacidad de investigar y condenar a los corruptos de forma eficiente). En segundo lugar, la trampa social (esto es la normalización de actos corruptos desde el núcleo de la sociedad). Y, por último, la pobreza y la desigualdad, lo cual conlleva a recurrir a prácticas corruptas por necesidad.
Además, explicó que hay quienes definen la corrupción como “la utilización del poder otorgado por la ciudadanía para el beneficio personal o de unos pocos y no para el beneficio de todos”, pero esa definición se ajustaría también a prácticas legales. Desde un punto de vista jurídico, se ha entendido la corrupción como el “abuso de poder con incumplimiento de normas jurídicas”.
Sea cual sea la definición, la corrupción no es ideológica, es tan corrupto el político de izquierda que deja entrar plata de narcos a su campaña, como el político de derecha que soborna testigos. No tiene sentido defender a un político corrupto así este tenga posiciones ideológicas que nos parezcan las adecuadas.
El presidente ha intentado ocultar su ineptitud como administrador y ejecutor, posicionando un discurso entre sus seguidores: todo aquel que lo critique es defensor de la derecha y por lo tanto es un corrupto. Cualquier posición técnica o ideológica diferente a la suya es entonces sinónimo de corrupción.
Pero los buenos discursos en la política – al igual que en cualquier oficio – se agotan y no son suficientes para tener éxito a largo plazo. Un político que ha triunfado en unas elecciones seguramente tenga mucho talento para persuadir, convocar a las masas y vender un proyecto de país que se fije como el horizonte deseable al que deberíamos llegar como sociedad. No obstante, lo anterior está sumamente lejos de significar que ese político tiene capacidad de transformación.
Este gobierno ha demostrado ser sumamente ineficaz en la ejecución de proyectos y para crear coaliciones en el legislativo, lo cual lo ha dejado plantado en una parálisis decisoria. El cuento de la constituyente son patadas de ahogado y, sin acciones realmente transformadoras, ningún discurso aguanta cuatro años y la gente empieza a concluir que hubo un cambio ideológico, pero no un cambio en lo fundamental (esto es, el saneamiento de nuestra institucionalidad). Al final, esto se veía venir, pues si un político desde su campaña cae en actos corruptos, se podría decir que en realidad nunca propuso ningún cambio. Corrupto es corrupto, sin importar los adornos del discurso.
Volviendo a las tres fuentes de la corrupción (debilidad institucional, la normalización por parte de la población de actos corruptos y la pobreza), es evidente que Colombia las padece todas. Me gustaría un gobierno en Colombia que construyera toda su agenda en torno a la mitigación de esos tres problemas. Eso sí sería un gobierno del cambio.
Pablo, y es que siempre se ha visto en nuestra Colombia, el comun denominador: una agenda de gobierno supremamente imaginaria y llena de fantasia. Ahora, los colombianos podemos ver que el actual gobierno (que en su campaña electoral pintaba un cuento diferente) se ve opacado en el congreso frente a sus reformas de destruccion.
Pero, en efecto, que mas esperaríamos de la corrupcion vestida de progresismo y unas cuantas pinceladas de comunismo.