«Pagar es lo correcto, colarse es lo corrupto». Con esta campaña, lanzada en agosto de 2019, la Alcaldía Mayor de Bogotá buscó reducir el número de colados que a diario acceden al sistema de transporte masivo de Transmilenio sin el pago de su pasaje. Nótese que el énfasis de la iniciativa no estuvo en el riesgo para la vida -latente al subir por las puertas, como recurrentemente ocurre- o quizá en una mejora en la prestación del servicio. Se hizo hincapié en una suerte de comportamiento debido, de moral ciudadana.
Esta es la visión tradicional y ciertamente simplista de la corrupción que hemos tenido. Suponemos que el pago de un soborno, cuya imagen más recurrente es la entrega de un dinero a un funcionario público, es la materialización de este acto ilegal e inmoral. El propio Banco Mundial definió hace ya un tiempo la corrupción como «el uso indebido de servicios públicos para beneficio personal».
Bajo estos rasos preceptos se nos ha hecho creer que la corrupción es propia de una conducta humana no ajustada a la moral, un desvío de lo que se supone es el camino correcto de los valores cívicos, y no una práctica constitutiva y propia del sistema mismo. Comúnmente se aduce que la corrupción es la acción indebida de unas cuantas “manzanas podridas”.
Lejos de lo anterior, cada vez existen evidencias mayores que permiten precisar que la corrupción es la manifestación de un problema más grande, cuyos niveles superiores afectan seriamente el funcionamiento de la democracia como régimen político, admitiendo la posibilidad de constituirse en un mecanismo que, sistemáticamente aplicado, permite la cooptación y privatización del Estado.
Las declaraciones que desde Venezuela entregó Aida Merlano resultan reveladoras en ese sentido, y tal como han advertidos algunos, es necesario que se realicen las investigaciones pertinentes para establecer los delitos y sus responsables. Aunque debo admitir, bajo la lógica que estoy describiendo, que soy poco optimista frente a un escenario en el que haya actuaciones concretas de la justicia.
Lo revelador no está en que haya una confesión de compra de votos en un país con un sistema electoral sobre el que se ciernen no pocas sospechas, o que el proceso en su contra no haya judicializado a todos los responsables de la trama que soporta una red mafiosa, y menos aún, que es plausible el diseño de una estrategia ilícita para permitir, con su fuga, la impunidad de otros implicados.
Significativo es, en cambio, encontrar en algunos momentos de la entrevista manifestaciones sobre las lógicas internas bajo las cuales opera esta sistemática cooptación del Estado y privatización de la democracia. Bajo la presunta candidez que acompaña el “yo desde niña vi compra de votos”, y el “nunca me imaginé que eso estuviera mal”, se van develando algunos elementos importantes que convienen reconstruir.
“Qué le están haciendo a mí niña que se la están pasando por la faja […] Julio le decía, mira, a mí me la tratas bien, porque yo no me gasté tres pesos. Entonces él siempre se jactaba diciendo: yo invertí 6.000 millones, yo invertí 17.000 en la campaña personal, porque no es lo que él aporté, sino lo que le cuesta la campaña con su andamiaje político en la región”.
En ese momento, sobre la media hora de entrevista, Merlano está haciendo referencia a la presunta entrega de “cupos indicativos” que Julio Gerlein fue a exigirle al entonces ministro de hacienda Mauricio Cárdenas. Más allá de los detalles anecdóticos, es importante observar la reiteración del verbo invertir, lo que definitivamente no es casualidad. Veamos.
Reseñando las actuaciones de Julio Gerlein en su campaña al Senado de la República y la de Lillibeth Llinás, quien fuera su fórmula a la Cámara de Representante, Merlano afirma que Gerlein “invirtió” 6.000 millones de pesos: “el dinero que Julio entregó en la sede yo lo invertí en: publicidad, lo invertí en casa de apoyo, lo invertí en logística […]. El dinero que él me entregó para las tres campañas lo invertí netamente en logística”. Nuevamente aparece las particulares “inversiones”.
La financiación privada de las campañas electorales y los partidos políticos, que por sus altos costos siempre supera los máximos establecidos, no está efectuada en función de estimular la competencia y menos aún de fortalecer la democracia. Es un mecanismo que permite algo mucho más determinante que ganar una cierta influencia en el poder público: establecer el rumbo que toman las políticas públicas y la contratación en beneficio de intereses particulares y, de manera aún más grave, ordenar las instituciones en el nivel local y regional.
Esta lógica mafiosa de realización del poder explica, en parte, el que agentes privados terminen a cargo de la ejecución de contratos públicos. Obras que, por lo general, incurren en sobrecostos y otras prácticas corruptas que terminan siendo asumidos por toda la ciudadanía. Así retribuimos lo que ellos denominan inversión. Es toda una compleja red que opera bajo formas sistemáticamente ilegales y mafiosas para lucrar intereses privados sirviéndose de la captura del Estado para alcanzar sus objetivos.
Al mejor estilo de Los funerales de la Mamá Grande de Gabriel García Márquez, cuando dictando su herencia a un notario le indicó sus propiedades, entre las que se enlistan “la soberanía nacional, los partidos tradicionales, los derechos del hombre, las libertades ciudadanas, el primer magistrado, la segunda instancia, las cartas de recomendación, las elecciones libres”, estos agentes corporativos y políticos -de los cuales Aida Merlano es tan sólo una pieza de un engranaje más complejo y extenso- consideran al Estado como una especie de patrimonio invisible que les pertenece. No les basta con comprar el Estado. Les interesa hacer parte de este para adaptarlo a la medida de sus intereses.