“La izquierda colombiana ha demostrado recientemente que su mayor desafío no radica en la derecha ni en los medios de comunicación, sino en su propia falta de capacidad para actuar con coherencia. La tan promocionada consulta progresista, que se esperaba sirviera como símbolo de renovación y cohesión, terminó revelando las deficiencias internas de un proyecto que se ve afectado por sus propias contradicciones. Lo que se presentó como un ejercicio de democracia participativa se convirtió en un espectáculo de vanidades, traiciones y cálculos personales.”
Las discrepancias entre los petristas pura sangre, los quinteristas, los alternativos y los oportunistas dejaron al descubierto que el «cambio» se transformó en un botín político más, administrado por caudillos que hablan de pueblo pero piensan en el poder. En lugar de consolidar una estrategia para competir en el 2026, la izquierda ha tomado decisiones que han resultado en su debilitamiento, fractura, desgaste y falta de liderazgo moral. Esto ha llevado a la entrega de la mejor campaña posible a sus adversarios, lo que ha conducido a su autodestrucción. La consulta que se pretendía organizar con el objetivo de afianzar la cohesión de las fuerzas políticas progresistas en Colombia, ha evidenciado ser un importante punto de inflexión que ha puesto en evidencia las debilidades estructurales de dicho conglomerado.
Lo que se presentó como un ejercicio democrático de renovación y fuerza política terminó revelando la fractura profunda de un movimiento que ya no tiene causa común, ni liderazgo claro, ni proyecto de país. Efectivamente, la consulta fue una acción desafortunada que evidenció que la «transformación» que en su momento generó expectativas positivas en millones de ciudadanos, actualmente se ha desvanecido, consumida por disputas internas, egocentrismos y actitudes oportunistas en el ámbito político. La izquierda, que hace apenas tres años se jactaba de haber derrotado a las «élites tradicionales», hoy se ve afectada por su propio poder. La consulta dejó claro que el progresismo no solo se desgasta en la gestión del Estado, sino que se devora a sí mismo en su afán de protagonismo. Las facciones que deberían construir una visión común (petrismo, verdes, alternativos, movimientos sociales) se enfrentaron como enemigos irreconciliables, evidenciando que la supuesta coalición es apenas una alianza de conveniencia sin ideología coherente, ni propósito unificador.
Lo que se presentó como «democracia interna» resultó ser, en esencia, una contienda por cuotas de poder, visibilidad mediática y posicionamiento personal. Los líderes que emergieron del levantamiento social, quienes promovían valores como la ética, la inclusión y la justicia, actualmente se encuentran en una competencia por cargos, contratos y oportunidades de comunicación. En lugar de autocrítica, se observa un enfoque arrogante; en lugar de propuestas concretas, se repiten discursos ya conocidos; y en lugar de unidad, se evidencia un resentimiento acumulado. El pueblo que depositó su confianza en una transformación estructural observa cómo los denominados «redentores» exhiben comportamientos similares, e incluso peores, a los de aquellos que supuestamente reemplazarían.
Gustavo Francisco Petro Urrego, en lugar de desempeñar el papel de articulador de su proyecto político, se ha convertido en un factor de división significativo. Su estilo personalista, su constante confrontación y su negativa a reconocer errores han obstaculizado cualquier intento de renovación dentro de la izquierda. Su liderazgo no se caracteriza por guiar, sino por imponer. Su metodología no se centra en la construcción de consensos, sino en la imposición de sentencias. En lugar de servir como un impulso para su legado político, la consulta ha demostrado que su figura representa más un obstáculo que un catalizador para las nuevas generaciones del progresismo. El deterioro percibido del Gobierno, los escándalos de corrupción, el incumplimiento de promesas y la estrategia persistente de victimización han contribuido a la erosión de la credibilidad del bloque oficialista.
La consulta tenía como objetivo revitalizar la narrativa progresista, sin embargo, ha resultado en su asfixia. Las disputas han sido públicas y las heridas, profundas. Mientras tanto, la oposición, fragmentada pero expectante, celebra en silencio, consciente de que no necesita intervenir, el enemigo de la izquierda está dentro de su propia casa. El escenario proyectado para el año 2026 no resulta favorable para la izquierda colombiana. Sin una noción clara de poder, sin un liderazgo renovado y con un Gustavo Francisco Petro Urrego más preocupado por X que por gobernar, el progresismo se dirige hacia un ciclo de autodestrucción política. El denominado «segundo tiempo» del cambio parece estar cada vez más distante, convirtiéndose en una estrategia de supervivencia personal camuflada en un proyecto colectivo.
La consulta, lejos de constituir una demostración de fuerza, se asemejó más a una radiografía de debilidad. Como se ha puesto de manifiesto, el progresismo ha experimentado una pérdida de su orientación, credibilidad y conexión con el ciudadano común. Mientras los dirigentes debaten entre sí, el país sigue aguardando soluciones tangibles en materia de seguridad, empleo, educación y salud. Sin embargo, la izquierda tiende a priorizar la confrontación ideológica sobre la labor política, optando por una retórica incendiaria en lugar de una gestión eficiente. En el ámbito político, cuando se entremezcla el liderazgo con el mesianismo y la lealtad con la obediencia ciega, el desenlace suele ser previsible. La consulta que se pretendía impulsar para revitalizar el progresismo ha resultado ser un obstáculo que ha contribuido al deterioro de su posición. En el contexto de esta disputa interna, el concepto de «cambio» devino en una palabra vacía, símbolo de un proyecto que generó grandes expectativas, pero que ha cumplido escasamente y que, en la actualidad, se encuentra en una fase de declive, de cara a las elecciones de 2026.
La izquierda colombiana se ve inmersa en un contexto sumamente complejo, caracterizado por la presencia de intereses personales, egos desbordados y traiciones cruzadas. En el epicentro de esta implosión se encuentra un nombre, Daniel Quintero Calle, el exalcalde de Medellín que, en su afán de protagonismo, terminó por dinamitar lo poco que quedaba del progresismo unido en Colombia. Quintero Calle personifica la contradicción más significativa de la izquierda, afirma combatir a las élites, pero actúa con los mismos vicios del poder que tanto critica. Desde su partida repentina de la alcaldía, se ha presentado como el «nuevo líder del cambio», el rebelde que no teme al statu quo, el heredero natural del petrismo. No obstante, su estrategia ha sido inequívoca desde el inicio, dividir para reinar. Su «movimiento independiente» terminó siendo una operación política de supervivencia personal, basada en el cálculo, el resentimiento y el oportunismo.
El discurso populista del progresismo, caracterizado por su tono confrontacional y sus críticas a quienes no lo respaldan, ha generado un cansancio incluso entre aquellos que anteriormente lo percibían como una figura innovadora. El impacto político ha sido considerablemente significativo. El implementar una estrategia de «todo o nada», resultó en la fragmentación del progresismo en al menos tres corrientes dispares que actualmente no se reconocen entre sí. Estas fracciones incluyen el petrismo duro, los sectores alternativos que perciben a muchos como infiltrados, y los oportunistas, que se alinean con quienes les garanticen una mayor exposición mediática. La izquierda colombiana está enfrentando consecuencias significativas como resultado de esta situación. Mientras se reorganiza de cara a las elecciones de 2026, se enfrenta al desafío de una división interna que podría afectar su posición competitiva. La historia política de Colombia está marcada por la presencia de líderes que han confundido su ego con la causa. En 2026, cuando se revelarán los resultados de las elecciones, el progresismo debe reflexionar sobre los motivos de su derrota, que no se debe a una estrategia exitosa de la derecha, sino a una falta de autocrítica y a la incapacidad de entender la realidad del país. El liderazgo tóxico de algunos políticos, que confundieron la política con un espejo, también ha sido un factor determinante.
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