La carnavalización de la vida medellinense

“No todo es hacer, Medellín”,  Lo sabemos, maestro. Pero tampoco todo es no-hacer.”


En 2005 fue publicado en la revista L’Espresso como parte de la sección quincenal La Bustina di Minerva, un artículo por medio del cual Umberto Eco, con magistral tono, explicaba de manera sucinta la ausencia de propósito del carnaval moderno. En el medioevo, dice Eco, el fin del carnaval consistía en brindar diversión anual a un pueblo cuya mayor oportunidad de esparcimiento era asistir a la misa de los domingos, “pero ¿y hoy en día? ¿Hoy, que en todas partes se habla de una carnavalización de la vida?”

Por lo menos Eco nació en Alessandria y no en Medellín, bella ciudad en la que hoy pueden ser bendecidos tres o cuatro días de la semana para la celebración del carnaval. Se declara el jueves de cada semana el día oficial para empezar las fiestas, se divide el viernes en varios espacios para continuar la fiesta con distintos ritmos musicales en cada uno, se prepara el sábado para rematar la fiesta del viernes y el domingo se destina a descansar mientras se festeja de manera más sosegada. Sin embargo, no es nuestra culpa pues, cómo escribió el antiguo dueño de Otraparte, “El suramericano que no está borracho, no hace nada, ni siquiera leyes.” Y la fiesta no acaba allí, pues el tiempo que hay entre fiesta y fiesta debe ser utilizado para recordar la fiesta anterior y justificar entre medellinenses el buen uso que se le dio a los días pasados llenándolos con fiestas. El reconocimiento social se da al otro en este valle, cuando su capacidad física le permite sostenerse en pie después de haberse alicorado sin propósito ulterior durante un mes si es posible.

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El trabajo, cuyo significado se ha distorsionado hasta ser entendido como el medio que proporciona los recursos para sostener el ya mencionado ritmo de diversión, se convierte en un espacio lamentable frente a las emociones rápidas que brinda el carnaval, que llena el espacio de tiempo que hay entre festejo y festejo. Fácilmente podría dejar de trabajarse, pues el carnaval cotidiano no deja espacio ni energía para  sostener cuestiones tan baladíes.

El propósito histórico de la fiesta no es otro que el de dar solaz a los habitantes de un pueblo, en medio de la vida cotidiana. Los une para que estos respiren aire fresco en el claro del bosque, para que entren de nuevo en la espesura con renovadas energías. En la fiesta, siguiendo a Memo Ánjel, se reconocen los hombres unos a otros, comparten sus raíces, gastronomía y costumbres. Se construye y luego se descansa, para volver a construir, pues si bien hay un tiempo para todo, cómo lo sabemos desde el eclesiastés, hay más tiempo para unas actividades que otras, pues nada se ha construido solo a base de fiestas.

Gonzalo Arango culpaba a los ronquidos industriales de haberse robado el silencio del sueño. Creo que el filósofo, nunca llegó a imaginarse los millares de festivales de música, el eco de los gritos del estadio resonando en toda la ciudad, los bafles de las discotecas donde no puede emitirse una palabra o que la existencia de su ciudad llegase a girar en torno al entretenimiento.

“No todo es hacer, Medellín”,  Lo sabemos, maestro. Pero tampoco todo es no-hacer.

Yo también he estado a solas con ella, maestro Gonzalo Arango. He estado a solas con Medellín y la he escuchado, la he visto. Sigue siendo inconsciente de sus maravillas, no le han salido ojos para las gardenias ni corazón para la dicha que llega del silencio. Pero lo peor es que, después de tantos años, sigue produciendo hombres en serie como si fueran bultos de tela, muertos o botellas de ron.


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Felipe Bedoya Muñoz

Lector, abogado, especialista en responsabilidad, candidato a mágister en literatura.

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