Valledupar te canto y te añoro,
Valledupar tu eres un tesoro,
tierra de paz y de esplendor,
te brindo esta humilde canción. (Jorge Oñate)
Después de muchos años he vuelto a Valledupar, la ciudad cuyo nombre se debería escribir en notas musicales sobre un pentagrama. De entrada, debo reconocer que a causa de mi pésima memoria ahora agravada por años, nunca podré adquirir la nacionalidad vallenata pues ignoro el nombre de los cantantes, acordeoneros, cajeros y guacharaqueros que permanentemente, en cada minuto y en todas las emisoras, suenan en la ciudad. Porque Valledupar además de ser el eco infinito del vallenato, es una conversación permanente. Es la ciudad de la nota musical y de la palabra, porqué en el valle si se habla. En los patios, en los transportes, en las plazas y en cada lugar en donde hay más de un habitante, la sonoridad de su conversación llena los ambientes, y regala risas con unas historias que se repiten como si contaran por primera vez. En Valledupar se habla y se canta y si es con unos Wiskis, mucho mejor, pues ninguna lengua se traba.
“Lito Gonzáles, un señor que se sostenía manejando un carro e´mula, fue enviado alguna vez por una de la Castro Monsalvo, a votar una basura a unas tierras que su familia tenía en los alrededores de la ciudad. Como se decía que allí habitaba un tigre que se comía los intrusos, Lito contestó: “Pa ya no va Lito”. Años después, la urbanización que se levantó en esos lotes se llamó Novalito”.
Y de la comida del Valle ni hablar. Hasta que se murió “La Bella”, el primer lugar que yo visitaba era su restaurante, un parqueadero en el centro de la ciudad que era una verdadera catedral de la cocina tradicional. Allá, mientras un abanico soplaba hasta casi arrastrarme, engullía severos platos de arroz con Liza, arroz con coco y arroz con palitos o fideos. De entrada me sorbía una sopita de mondongo y remataba con un plato de albóndigas. En la tarde pasaba a comerme sus muy famosas arepitas de queso, las mejores que me he comido en toda mi vida. La Bella se murió y su restaurante se acabó, pero sus historias siguen vivas:
“María Iberia, poseía un restaurante llamado “Merendero la Bella”, con el cual logró alguna holgura económica, la misma que le permitió enviar su hijo a estudiar derecho en la Universidad de Medellín. Un día, en las horas de la tarde, mientras la bella descansaba del trajín del almuerzo, llegó un señor en una bicicleta vieja y destartalada preguntando por María Iberia Ustáriz Ramos, “La Bella”. El señor le dijo que era su hermano y que hacía tiempo buscaba su hermanita ya que él era hijo Dionisio Ustáriz. Mi papá era su papá, Bella. Inmediatamente La Bella le preguntó al forastero su fecha de nacimiento, la cual al conocer la llevó a sacar al tipo de su restaurante diciéndole: ¡ve si cuando vos naciste mi papa ya tenía diez años de muerto! Interrogada la Bella sobre el porqué no había recibido su nuevo hermano, contesto: Si hubiera llegado en una camioneta Ranger, con reloj de oro, anillo de oro y cadena de oro, yo lo habría abrazado y le hubiera dicho: hermano mío yo también lo andaba buscando”.
Valledupar es una ciudad donde el calor aún te agobia tanto como la discriminación de las Aristocracias locales. Las castas políticas que han gobernado y saqueado esta región aún se pavonean y son nombrados con respeto por el grueso de la gente. Un pueblo grande lleno de gentes que cargan su propia historia y las de los demás, pleno de árboles, centros comerciales, restaurantes y farmacias que venden licor las 24 horas. Y como es diciembre, el llamado Parque de la Vida estaba muy concurrido y tan bien iluminado que los paseantes se tomaban fotos y selfis al píe de un enorme cono alumbrado, a la manera de un árbol.
Y como Valledupar también es Colombia, luego de seis años y de haberle invertido casi medio billón de pesos, aún no se termina el “Palo e´mango”, una construcción faraónica que se levanta al lado de la Gobernación y que será el centro de convenciones local.
“Unos cachacos vinieron a Valledupar y conocieron unas muchachas muy bonitas que habitaban en el barrio llamado “Las Flores”, llamado así por la belleza de las mujeres que allí vivían. Como a los 20 años los cachacos regresaron y encontraron las muchachas muy feas y viejas, por lo que los cachacos dijeron que el Barrio Las Flores en adelante se llamaría “La Cagaa”.
Adalberto Valle Fuentes, hijo de una vendedora de yuca y plátano en la plaza de mercado de Codazzi, se graduó como abogado en la Universidad Nacional alcanzando a ser Magistrado del Tribunal Superior de Valledupar. Un día visitó a su mamá en el mercado y le preguntó que cómo se llamaba el tubérculo que tenía en su tendido y la mamá le respondió, que era una yuca con cuya venta le dio el estudio de abogado. Desde ese momento al eminente jurisconsulto le llamaron el Doctor Yuca.
El mismo abogado, bastante arrogante por cierto, se ufanaba de vivir en el barrio de los ricos llamado Navalito. El compadre José Calixto Quintero que si sabia donde vivía el Magistrado le ripostó diciéndole que él no vivía en Novalito sino en Cagalito, un barrio construido entre “Novalito” y “La Cagaa”.
Ahora que he regresado a esta tierra cuyo gusto musical lo gobierna el rey del despecho, en la que en cada canción se bebe hasta morir, el doble sentido y la ramplonería agobian las letras de las melodías y hasta lloran los guaduales, no puedo menos que soñar que el paraíso deber ser un vallenato, no de 450 páginas, sino de Cien años. O más.
*Esta es la primera crónica de la “trilogía vallenata” que escribiré sobre mi reciente viaje a Valledupar. Advierto que los relatos incluidos están en versión “cachaca”.
Abogado de la Universidad de Antioquia. Consultor Independiente.
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