“Para verdades el tiempo, los hechos señalan que amplia razón tenía el grueso del colectivo social que votó NO en el plebiscito por la paz de octubre de 2016. La JEP en cada actuación denota que es un tribunal creado a la medida de los terroristas y los criminales de lesa humanidad para enjuiciar a sus víctimas y quien los persiguió.”
Una vez más la JEP se constituye en foco de discrepancias e impunidad de la justicia al interior de la sociedad colombiana. Vergüenza es lo que produce un organismo que se desprendió del imperfecto acuerdo de La Habana y tiene como propósito naturalizar que en Colombia la palabra de los actores al margen de la ley tiene mayor valor y relevancia que la de los ciudadanos de bien. Transgresión de los límites de la coherencia llevan a que una instancia, que se dice jurídica, se atreva a indicar que Salvatore Mancuso es un sujeto que estuvo vinculado, como miembro funcional y material, a la fuerza pública. El tejido social de la nación está siendo demarcado por el abuso de poder y delinea el esfuerzo, de una postura ideológica, por imponer en el imaginario colectivo una versión sesgada del conflicto armado que se aísla de la realidad de lo acaecido y pontifica a los actores de los grupos guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes del país.
Uso que se hace de un estamento del estado, para santificar a los criminales, es la clara pretensión de una corriente política que apuesta por graduar de éticos, honestos y pulcros a quienes tanto daño le hicieron al país y los pobladores de las zonas rurales. Defensa frontal que se hace al vandalismo, en el marco del gobierno del cambio, es la materialización de un pacto circunscrito con los terroristas para neutralizar a la oposición. Complejo resulta que la justicia se constituya en un epicentro de impunidad que legitima y resguarda un tribunal que somete a quienes las agrupaciones ilegales no pudieron vencer haciendo uso de las armas. Repugnante es que desde la JEP se gesten triquiñuelas para lavar crímenes, mantener en libertad y con beneficios a los militantes de los grupos al margen de la ley, mientras se condena a los integrantes de las fuerzas militares por defender la libertad y el orden, y se mantiene a las víctimas del conflicto sin reparación alguna.
Mezquindad que acompaña a los ex-FARC, y quienes desde la izquierda justifican lo injustificable, atomiza la promulgada paz total de la administración Petro Urrego. Libreto de victimización, circunscrito alrededor de los “nadies”, cristaliza en la JEP un escenario que desnaturaliza la justicia, y viola la misma Constitución, desde una instancia que parece no tener ley, ni Dios. Anuencia de las altas cortes con un concepto particular de justicia lleva a que hoy se hable de once macro-casos, ocho contra el Estado y solo tres contra las FARC, desdibujando el reclutamiento y abuso de menores como tanto le conviene a los excombatientes que hoy cuentan con un brazo jurídico que es financiado por el erario. La actitud torpe e ideologizada, de los políticos afines al gobierno, hacen costumbre el endilgar a la derecha cada masacre y que se escude la responsabilidad que ahora le asiste a la izquierda argumentando que ello es producto de una falta de implementación del acuerdo de La Habana.
Politiquería social que se celebra con hashtags, en la plataforma X, no oculta la crudeza de un fenómeno detonado por las ansias de poder que asisten a los grupos narcoguerrilleros. Cifras, casos, testimonios, fallos que se filtran para manipular consciencias, en la opinión pública, develan que se quiere imponer a la JEP como una comisión de ética, mecanismo de arbitrariedad y despotismo propio de una combinación de las formas de lucha que ha vivido Colombia desde los años 50. Enmarañado está el ambiente frente a una instancia que se constituye en refugio de delincuentes, organismo pensado para juzgar guerrilleros y que extralimitando sus alcances ahora vincula a los paramilitares que tuvieron su momento en Ley 975 de 2005 de justicia y paz. Brecha que se está abriendo, debajo de la ley, advierte que peligroso puede ser lo que se está gestando a espera que llegue un Fiscal, de bolsillo, que acompañe las locuras que pasan por la cabeza de su presidente.
Pasa el tiempo y por ningún lado se observa cuándo los delincuentes de las FARC pagarán sus penas y repararán a las víctimas. Colombia está quedando prisionera frente al crimen, la JEP desde sus decisiones completamente ideologizadas, distantes del derecho, menoscaba el honor de unas fuerzas militares que deben reaccionar con contundencia para generar mecanismos legales y constitucionales que eviten que sean comparadas con grupos al margen de la ley. La reserva moral de la nación llama a evitar que avance el ataque constante contra la institucionalidad que encabeza su mandatario, ánimo revanchista que se tiene desde la izquierda abre la puerta para que se siga favoreciendo a los peores delincuentes que ahora obran como gestores de paz. Razón tienen quienes apuestan por acabar con ese esperpento de la justicia que sobrepasa todos los linderos y no ha servido para absolutamente nada.
Lo que ahora ocurre con la JEP y el caso Mancuso es grave, es un pésimo mensaje para la justicia colombiana. No se puede permitir que una instancia jurídica haga lo que quiera y acomode la institucionalidad a su antojo. Pasar por encima de miles de militares, poniéndolos en la misma bolsa que los paramilitares, no puede estar al libre albedrío de quienes hacen lobby en pro de la paz total de la que tanto habla Gustavo Francisco Petro Urrego. Desespero por cambiar la historia y limpiarles el prontuario a los terroristas no tiene límites, inconcebible resulta que desde un organismo jurídico se pretenda convertir a los victimarios en víctimas. Show de popularidad aleja la atención de los graves problemas nacionales y nuevamente circunscribe el discurso a la divergencia en la implementación de los acuerdos de paz, el perdón y olvido a los desmovilizados, la representatividad política de los ex-FARC, la relevancia de la JEP y su tolerancia con los delincuentes.
Parte del ADN del colectivo nacional son la polarización, el conflicto y el enfrentamiento, la difícil tarea de dejar atrás un conflicto de décadas no ha podido calar en la sociedad colombiana que radicaliza las diferencias y confronta lo inimaginable. Flaco favor hace al esclarecimiento de lo vivido, en el marco del conflicto, que la JEP sea incapaz de desligarse de los sesgos políticos que la acompañan. Una instancia llamada a ser objetiva en el marco de su ecuanimidad, frente a los actores del proceso, está plagada de agentes que se constituyen en juez y parte en cada una de las actuaciones. Grotesco resulta evidenciar que quienes fungen de interlocutores señalan e indilgan culpas sin reconocer su posición conexa en favor de uno de los implicados. Búsqueda de un puerto de llegada debe conducir a recorrer un sendero con transparencia, equilibrio y serenidad, reto para la JEP es ser un ente equilibrado y no una instancia que busca contar la verdad basada en una sola visión de los hechos.
El relato de Colombia no puede estar circunscrito solo desde los victimarios, discurso que se vende como verdad, y efectivamente no cuenta lo que en realidad pasó. La impunidad, con la anuencia de la JEP, seguirá siendo el detonante de inconformismo y desigualdad que arrastra una serie de factores que atentan contra el esquema social del posconflicto y traerá más frustración, más rabia y menos paz de la que nunca ha habido. La base de la justicia social, económica y ambiental será que los delincuentes sean juzgados conforme a la ley, paguen cárcel sin impunidad, y no sean beneficiados con curules en el legislativo e indultos propios de estamentos amañados. La voluntad de paz no debe estar sujeta al todo para ellos y nada para el pueblo, complejo escenario que encrespa los ánimos de una nación que se cuestiona cómo fue constituido un organismo del Estado para juzgar a los militares y no los criminales como corresponde.
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